Por Arturo Pérez-Reverte |
Hace poco me di un buen atracón de cine bélico español en blanco y negro, de los años 30 y 40, incluso con algún extra italiano y francés rodado en esa época. Hacía mucho que no le metía mano a semejante registro, y lo pasé muy bien. Cayeron, una tras otra, Frente de Madrid, El Santuario no se rinde, Sin novedad en el Alcázar, La bandera, A mí la Legión, Raza, Harka y Rojo y negro. Sesiones cinematográficas muy interesantes para, como se decía antes, cualquier espectador razonablemente formado, que sepa situar lo que tiene delante y en qué momento se hizo. Para alguien capaz de contextualizar sin prejuicios ni orejeras.
El caso es que viendo esas pelis confirmé varias cosas. Una es que Alfredo Mayo, aparte de buen actor incluso en malas películas como A mí la Legión, era un tipo con una planta y un carisma extraordinarios; así que no es extraño que los hombres de entonces lo admirasen y las señoras se lo comieran vivo. Otra es que La bandera, del francés Jean Duvivier –Jean Gabin de legionario, nada menos–, rodada antes de la Guerra Civil, es un film-documento magnífico. Y otra, que el falangista Carlos Arévalo, director de Rojo y negro, prohibida por las autoridades al día siguiente de su estreno en 1942, fue sin duda el más interesante de los cineastas españoles de la época. De esa película, obra de culto para cinéfilos de cualquier ideología entre los que me incluyo, opiné más de una vez en esta página. Pero de Harka, que también es de Arévalo, no he hablado nunca. Y es de justicia que lo haga.
A pesar de la arcaica imperfección de su rodaje y del torpe hilván narrativo de un director en su primera película, y también pese a que algún cantamañanas cegado por los prejuicios la calificara de panfleto patriotero, militarista y franquista, e incluso de «sexualmente turbia», Harka es un documento extraordinario por varias razones. Una es el interés de la historia en sí: las harkas eran unidades irregulares de soldados indígenas mandadas por jefes españoles, que en la primera mitad del siglo pasado luchaban en Marruecos. La de la película se enfrenta a guerrillas rifeñas rebeldes, narrando una historia de combates y de amistad entre tres oficiales europeos: dos veteranos y uno que acaba de llegar. Al haberse rodado sobre el terreno en 1941 con una hueste de harqueños auténtica, la película nos asoma con extremo realismo a un mundo colonial hoy desaparecido, que muchos jóvenes y no tan jóvenes desconocen. No deja de tener su triste gracia que críticos cinematográficos españoles que con toda razón babean ante Tres lanceros bengalíes, estupenda película dirigida por Henry Hathaway, renieguen de la de Carlos Arévalo, que narra la misma clase de historia bélica y colonial. Lo hace con menos medios y menos brillantez hollywoodiense, es cierto; pero con mayor profundidad, realidad y dramatismo. Mostrando, además, mucho más respeto por las tropas y el enemigo indígenas del que muestran los lanceros de Bengala, su guionista, su director, sus actores y la anglosajona madre que los parió.
Harka es nuestro cine de aventuras coloniales que pudo ser y no fue. Que nunca supo o pudo, o no lo dejaron, ir más allá. El capitán Sidi Balcázar, el capitán Peña y el teniente Herrera son de pleno derecho nuestros tres lanceros bengalíes; y Alfredo Mayo, Raúl Cancio y Luis Peña, actores salidos de una guerra civil que había terminado dos años antes del rodaje, encarnan con más credibilidad documental sus personajes en la dura tierra marroquí que el cine norteamericano o británico con sus estereotipados oficiales británicos a lo Kipling, sus decorados de cartón piedra y sus teñidos indígenas de La carga de la brigada ligera, Revuelta en la India, Gunga Din o Las cuatro plumas: películas estupendas pero más falsas que el ceño fruncido de Pablo Iglesias. Eso hace a Harka distinta, e incluso en algún aspecto superior a esas otras. No por su discutible calidad cinematográfica, sino por lo que de verdad y definitorio de una época hay en ella: heroísmo, amor a la patria, lealtad y sentido del deber. Incluso el final agridulce, la muerte de unos héroes y su relevo por otros que renuncian al amor por seguir la huella de quienes los precedieron, interesa y sugiere mucho. La de España en Marruecos fue una aventura colonial injusta y desastrosa –este año se cumplen cien del desastre de Annual–, pero conocerla de un modo tan directo es también comprenderla. Ochenta años después de su estreno, ver esa película supone vivir uno de aquellos episodios en que tan pródiga es la historia de España, y a los que escaso partido supo sacar, y sigue sin hacerlo, nuestro cine. Disfrutar de Harka es, y les doy mi palabra, sumergirse de modo asombroso en una aventura fascinante y olvidada.
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