Rosario Murillo y Daniel Ortega
Por Gilles Bataillon (*)
El 19 de julio de 1979 simboliza la caída de una de las más viejas tiranías dinásticas latinoamericanas, la de los Somoza, que reinaron en solitario o casi desde 1937 hasta 1979 en Nicaragua. Ese fue un día de alegría popular sin parangón. Más allá de las diferencias sociales y económicas, políticas y étnicas, los nicaragüenses aspiraban a una renovación moral y política.
Su victoria frente a Somoza fue sin duda posible porque mostraron gran coraje durante la insurrección popular de junio-julio de 1979, pero también porque supieron ponerse de acuerdo en un programa de reconstrucción nacional pluralista, así como sobre la composición del gobierno provisional. Otra condición sine qua non del triunfo de la oposición antisomozista es que tuvo el apoyo decisivo de la comunidad internacional. Costa Rica aceptó que los guerrilleros sandinistas hiciesen de su territorio una base de retaguardia; Carlos Andrés Pérez, presidente de Venezuela, financió generosamente la insurrección; Panamá y México ofrecieron muchas facilidades y ayuda logística a los rebeldes. La OEA no se conformó con condenar las acciones de Somoza, sino que pidió su dimisión. Los nicaragüenses no habrían podido deshacerse nunca del tirano que fue el último Somoza sin los apoyos extranjeros que actuaron en nombre del derecho de gentes y de los derechos humanos, a veces por encima de los principios del derecho internacional.
El 19 de julio de 2021 estará en las antípodas de la liberación que vivieron los nicaragüenses hace poco más de 40 años. Una pareja de tiranos –Daniel Ortega y su mujer, Rosario Murillo, el primero, presidente del país; la segunda, vicepresidenta– organizará una ceremonia en su honor para consolidar su poder autoritario, en vísperas de las elecciones generales que tratan de amañar de antemano en su beneficio. Esta ceremonia viene a perfeccionar una serie de actos represivos emblemáticos de su desprecio de todos los principios democráticos: la separación de poderes, el respeto de los derechos humanos, las elecciones libres. Desde principios del mes de junio más de una veintena de cabezas visibles de la oposición, posibles candidatos a las elecciones presidenciales de noviembre de 2021, activistas de derechos humanos, héroes de la lucha contra Somoza y periodistas han sido detenidos bajo la acusación de “favorecer la injerencia extranjera”. A la manera de Xi Jinping en China y de Vladimir Putin en Rusia, Ortega y Murillo tratan al mismo tiempo de hacer cundir el miedo contra toda forma de oposición y mostrar cómo se burlan de la comunidad internacional.
A diferencia de Xi Jinping y de Putin, Ortega y Murillo son dirigentes en una situación de gran fragilidad. De abril a junio de 2018 se enfrentaron a una insurrección popular que, por su escala y la determinación de los nicaragüenses a sacarlos del poder, recordó indiscutiblemente a las que marcaron la vida nicaragüense de 1978 a 1979, antes de que el régimen de Somoza fuera derrotado por las armas. Sin duda, Ortega y Murillo obtuvieron una primera victoria sobre sus oponentes al precio de una violencia increíble: más de 300 muertos en unas semanas, miles de detenidos, sistemáticamente torturados, 150 mil exiliados en una población de 6.46 millones de habitantes. Desde entonces, después de un breve periodo de relativa distensión de la represión (enero-junio de 2019), durante el cual la mayoría de los presos políticos fueron liberados, las persecuciones de los opositores de todo tipo se retomaron metódicamente. Como prueba, a finales de 2020, se aprobó una serie de leyes que daba poderes inquisitoriales a la policía y suspendía las libertades fundamentales. Sin embargo, su apoyo popular es muy limitado. Las encuestas de opinión anticipan que solo el 20% de los nicaragüenses estarían dispuestos a darles el voto. Por el contrario, la figura más visible de los cinco candidatos de la oposición, Cristina Chamorro, en este momento en arresto domiciliario, recibiría tantas o más opiniones favorables. Además, la inestabilidad en la que se encuentra el país, agravada por una gestión desastrosa de la epidemia de la covid-19, hace que la economía sufra una recesión económica que viene acompañada de una fuga de capitales.
Es el momento del apoyo sin fisura a la oposición nicaragüense. No hay duda de que esta está compuesta y está tomada por algunas rivalidades personales y de intereses. Algunos empresarios han tenido maniobras ambiguas durante mucho tiempo. Muchos se acomodaron muy bien a la corrupción, a sus ojos, menos costosa que un sistema fiscal de impuestos sobre los beneficios que permitiera la financiación de un Estado de bienestar o que un régimen democrático que protegiera las libertades sindicales. Algunos políticos venidos de sectores próximos a la oposición armada a los sandinistas de los años 80, la Contra, son revanchistas de cortas miras. Sin embargo –como lo mostraron tanto las manifestaciones de 2018 como las negociaciones entre los múltiples grupos que formaron la Unión azul y blanca– la gran mayoría de los opositores son decididos partidarios de un régimen democrático, así como de una lucha contra las prácticas de la corrupción. Atestigua, entre otros, este nuevo estado de ánimo el aggiornamento del movimiento renovador sandinista. Dividido entre los años 90 y los 2000 entre la nostalgia de una “buena revolución” y las prácticas democráticas, apostó indiscutiblemente por referencias democráticas como indica su nuevo nombre, Unión por la Renovación Democrática (UNAMOS). Varias de entre las veinte personalidades presas desde principios de junio atestiguan un recorrido análogo a favor de la democracia, en primer lugar, Violeta Granera.
La oposición pide la liberación de los presos políticos, el restablecimiento del Estado de derecho y unas elecciones libres bajo supervisión de observadores internacionales. Esta petición implicaría que la pareja Ortega-Murillo aceptara abrir negociaciones, lo que no parece dispuesta a hacer en absoluto. Su proyecto es, sin duda, continuar metódicamente su política de terror selectiva y organizar unas elecciones fraudulentas. Las medidas más eficaces para forzar la liberación de los presos políticos y restablecer el Estado de derecho no son, como piensan los legisladores estadounidenses, sanciones económicas como la exclusión de Nicaragua de los acuerdos de libre comercio con Estados Unidos y de otros países de Centro y Norteamérica. Dichas medidas no golpearán ni a Ortega-Murillo ni a sus apoyos, sino en primer lugar a los nicaragüenses más pobres. Las sanciones más eficaces consisten en congelar las posesiones de los responsables políticos nicaragüenses. Motivos no faltan: blanqueamiento de dinero ilícito, participación en acciones represivas y crímenes contra la humanidad, contrarios a los compromisos internacionales de Nicaragua y al respeto de las libertades fundamentales. Estas acciones en curso, que podrían desembocar en la confiscación de las posesiones de la familia Ortega Murillo y de sus dependientes, son las que más les intranquilizan. Es deseable que las acciones lanzadas en principio por Estados Unidos al final del mandato de Donald Trump se multipliquen en América Latina y en Europa. Otra iniciativa podría preocupar a los Ortega Murillo: que los nicaragüenses en el exilio presenten una demanda en un tribunal internacional para que tengan que responder por los crímenes cometidos durante la represión de la insurrección de 2018. Todas esas acciones conviene apoyarlas sin resistencia.
Del mismo modo que en 1979 los nicaragüenses tuvieron una necesidad vital de apoyo de la comunidad internacional para echar a Somoza, último hijo de una dinastía autoritaria, no la tienen menos para deshacerse esta vez de una pareja de tiranos totalitarios. Entonces el apoyo fue irrestricto. Es el momento de hacer lo mismo.
(*) Sociólogo y especialista en América Latina, profesor de la EHESS en París y del CIDE en México
Publicado originalmente en Le Monde
Traducción de Aloma Rodríguez
© Letras Libres
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