Por Pablo Mendelevich |
Un servicio extra de esta “prenda” a la que encima se le dice “tapabocas”: la metáfora. Ícono cultural, el barbijo da una sensación de falta de aire por demás representativa de la época.
No sólo es eficaz para frenar el tráfico de microgotas, también sirve para poner en las narices, como decimos cuando algo merece ser en extremo evidente, el trastrocamiento de la normalidad. Palabra abusada, normalidad, de porvenir incierto.
Lo nuevo es que ahora entramos de lleno, con barbijos, en modo electoral. Modo electoral pandémico. Una experiencia tuneada de arranque con la postergación de ambas elecciones (PASO y generales) ¡por un mes! Eso sí que es planificación fina, precisión quirúrgica, éxito impar de la dirigencia política. No se lograron aunar esfuerzos para conseguir vacunas. No se pudieron negociar las restricciones por la pandemia ni se llegó a un consenso sobre para qué sirve ir a la escuela. Ni cómo debe votar al procurador el Senado. Ni para dónde hay que mirar cuando una dictadura viola los derechos humanos. Ni cómo y cuándo acordar con el FMI. Mucho menos el modo de parar la inflación. Ni siquiera se pudo arreglar cómo formar fila para el velorio de Maradona. Pero, eso sí, para postergar las PASO y las elecciones generales por un mes, oficialismo y oposición consiguieron un pacto histórico (¿el secreto? No hubo ningún pacto sincero; temerosa de que el gobierno abdujera las PASO, la oposición convalidó la extraña postergación insertando con fórceps una cláusula que presuntamente lacra el calendario electoral).
Y más novedades no hay. Con la misma inundación de papeletas de siempre, el mismo mareo garantizado a los electores con un sinfín de listas sábana llenas de nombres en su mayoría ignotos, las elecciones 2021 renuevan el formato grieta. Voces catastrofistas repetirán que si gana el otro se acaba el mundo. Es decir, a vencer o a morir, como las otras elecciones de este siglo. Exceptuadas apenas las legislativas del voto salame de octubre de 2001y las estrafalarias presidenciales de abril de 2003, aquellas en las que nos mandaron a todos a participar de la interna peronista (Menem, Kirchner, Rodríguez Saá) y el ganador de la primera vuelta desertó.
La grieta es la creación más importante que haya hecho el kirchnerismo. La más duradera y significativa de sus criaturas. No les es fácil a los kirchneristas, autopercibidos como progresistas, asistidos, incluso, con retóricas y coreografías revolucionarias, demostrar cómo en doce años y medio de gobierno (más un año y medio de esta segunda temporada) modificaron las estructuras económicas del país. Sencillamente porque eso no ocurrió, no las modificaron.
Es sabido que en la postcrisis de 2001 la recuperación de la economía se debió en primer lugar a los aciertos del segundo ministro de Economía de Duhalde, Roberto Lavagna, a quien Kirchner, sabiamente, le renovó el contrato. Y, después, a las favorables condiciones internacionales, que permitieron salir de la megacrisis sin hacer grandes reformas ni recibir ayuda internacional.
Las tasas de crecimiento chinas no fueron aprovechadas para reestructurar la economía, lamentablemente, pero sí nos queda de entonces la partición de la sociedad en dos diseñada por los Kirchner. Un contravalor asentado sobre la forma de gobernar que desarrolló Rosas en el siglo XIX y perfeccionó Perón en el siglo XX.
Se supone que el fuerte de la democracia es su capacidad de tramitar el pluralismo mediante normas y hábitos que resguarden por encima de todo a las minorías. El kirchnerismo se golpea el pecho con la ampliación de derechos, cacarea inclusión hasta cuando dice buenas tardes, pero repuja las veinticuatro horas del día un sistema binario en el que expande por todos los rincones la idea de que el Mal, los otros, son la antipatria (la oligarquía, “la derecha”), sólo dignos de una justiciera exclusión. A veces lo dice. Otras lo practica. Con vacunas, vacunatorios, currícula escolar de historia, contabilidad federal, lo que sea.
Esta forma de división en dos sería algo así como la patología de la polarización. La diferencia entre grieta y polarización legítima radica en el contorno. La polarización hasta puede coincidir con un bipartidismo más o menos fluido, un sistema en el que la alternancia está concebida como lo más natural. En la grieta, en cambio, la confrontación trastoca las reglas de juego -y el sentido- de la democracia, porque una de las partes busca perpetuarse en el poder y para eso descalifica o demoniza a la otra, la cual, para no ser arrasada, se radicaliza, y trata a su vez con parejo dramatismo de desalojar del poder al agresor originario. Un circuito funcional al agrietamiento que se recicla tonificado.
Tarde o temprano llega un momento en el que las dos partes se repelen con intolerancia espejada. Es un empate ficticio. El lado fundador lo celebra porque le permite diluir su responsabilidad en la siembra.
Y en eso estamos. Por eso cada tanto se escuchan voces pastorales del kirchnerismo invocando la terminación -puro palabrerío- de esta grieta de autor anónimo. ¿No salió de ningún lado la grieta? ¿No hay paternidad? ¿Habrá sido otro virus llegado de China?
Pero las elecciones legislativas, en cuyo sentido está implícita la pluralidad de la sociedad, se llevan mal con la configuración binaria. Es mucho más difícil que en una elección ejecutiva ajustar la competencia a la dualidad maniquea. Primero, porque lo central ya no es la disputa por la presidencia de la Nación, sino que, con menos glamour, hay que repartir dos centenares de bancas entre decenas de partidos diferentes. Y segundo, porque no se trata de una elección con distrito único sino de veinticuatro elecciones, tantas como provincias (más CABA).
En los hechos, las legislativas se fueron desfigurando -como tantas cosas en la Argentina- por varios costados. Lo más conocido se refiere al protagonismo de la elección en el distrito mayor, la provincia de Buenos Aires, asiento principal del kirchnerismo. Pero uno menos evidente es el de la aritmética parlamentaria condicionada por los transfuguismos, que pueden ser permanentes u ocasionales. Como son bajas las probabilidades de que en Diputados el Frente para la Victoria y Juntos por el Cambio modifiquen en forma sustancial la dimensión de sus bloques (entre otras razones, porque la renovación de solo media cámara amortigua el pronunciamiento del electorado) los triunfos y las derrotas pueden ser mucho más asunto político que ciencia exacta.
Cuanto más ajustadas son las bancadas de las primeras dos fuerzas, mayor es la importancia de los legisladores aliados y de los proclives a ser borocotizados. Eduardo Lorenzo Borocotó, a quien se le debe la inspiración de este neologismo, fue elegido diputado nacional dentro de la lista del PRO en las legislativas de 2005. Horas después de ganar la banca aceptó tomar un café con leche en la Casa Rosada, donde lo esperaban el presidente Néstor Kirchner y el jefe de Gabinete Alberto Fernández para evangelizarlo. Borocotó usó para convertirse el viejo truco de formar un monobloque. Ni la Justicia ni la Cámara de Diputados revirtieron lo que a todas luces fue una burla a los votantes, pero la Cámara Electoral se manifestó preocupada por la reiteración de comportamientos que debilitan el sistema de representación. Recuérdese que también está la estafa de las candidaturas testimoniales. El llamado transfuguismo retribuido, nombre que no requiere demasiada explicación, sí configura un delito, pero no suele resultar fácil probarlo.
Es un poco decepcionante que en el marco de la grieta se insista con campañas de miedo (miedo al fin del mundo) en lugar de nutrirse a los votantes de información, certezas y garantías sobre lo que harán los propios candidatos. El jurista Raúl Zaffaroni, quien tiene experiencia en advertir peligros civiles porque ya en 1998, cuando el Frepaso lo llevó a Santa Cruz, advirtió que los métodos políticos de Kirchner se parecían a los del nazismo, dijo hace pocas horas que si ganara la oposición sería un desastre. Para fundamentar la alarma, sin embargo, Zaffaroni no desafinó respecto de lo que dice el antikirchnerismo: que van a obstaculizar toda ley clave para el oficialismo, como la reforma judicial.
Diez días atrás, Mauricio Macri había dicho más o menos eso, pero a su modo: que en las elecciones se define si la Argentina seguirá siendo una democracia o será una autocracia.
La grieta, por lo visto, anda con doble barbijo, tiene las dos dosis y le sobran anticuerpos.
© La Nación
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