Por Sergio Suppo
Cristina Kirchner y Alberto Fernández presiden un gobierno coherente: guiados por sus prejuicios y muletillas ideológicas, siempre se equivocan para el mismo lado. Las recetas de soluciones son las mismas, al igual que los enemigos a quienes pretenden hacer afrontar el pago de esos remedios.
La nueva variante del cristinismo actúa con previo aviso. Sorprenderse ahora es un ejercicio tardío y hasta hipócrita. Todo fue dicho en la campaña electoral, dos años atrás. Defraudados por Mauricio Macri, muchos eligieron creer el “volvemos mejores”.
En ese mismo acto, en algún caso maquillado por el advenimiento de un superador albertismo, la mayoría pasó por alto que la expresidenta declaraba obsoletos los principios de la división de poderes planteados por las revoluciones francesa y norteamericana de fines del siglo XVIII.
Con esa línea ideológica es que está siendo sometido a una fuerte presión el sistema básico de libertades establecido por escrito por la Constitución de 1853 y reafirmado de hecho por última vez en el consenso democrático de 1983.
Cristina avisó que es ahora la líder de un espacio que reniega de las formas esenciales de la democracia liberal. Y su gente actúa en consecuencia.
Los discursos de campaña electoral de la vicepresidenta se reflejan hasta en medidas tomadas por funcionarios de tercer nivel que sienten que la mejor forma de ascenso es hacer realidad el mensaje de la autora de Sinceramente. Dicho sea de paso, en ese best seller está por escrito el pensamiento de la vicepresidenta a cargo del poder.
Es una resolución de la Administración Nacional de Aviación Civil (ANAC) la que conculca en la práctica la libertad de circulación establecida por la Constitución al impedir que puedan regresar al país decenas de miles de argentinos que volaron al exterior.
Hay varios escalones entre la ANAC y Presidencia, pero ninguna distancia con los reflejos autocráticos que, mezclados de prejuicios discriminatorios, detonan una decisión como la genial idea de forzar a los viajeros argentinos a demorar su regreso para prevenir los contagios de coronavirus.
Para decorar el momento, la militancia oficialista celebra en las redes sociales la desgracia de los miles de infelices que quedaron varados. Se la merecen por hacer ostentación de dinero al irse al exterior a vacunarse, dicen ignotos, pero también famosos hombres del kirchnerismo.
No solo se festeja la violación de la norma esencial de coexistencia. También se pone en cuestión el motivo de quien decide irse o quedarse.
Es un tema para psicólogos antes que para politólogos tratar de interpretar la proyección que hacen sobre los viajeros lo que eligen no ver entre sus propios principales dirigentes. Condenan que alguien tenga recursos y ese sujeto es más condenable mientras más tenga al descontar que esa riqueza fue robada y mal habida. Se trata, en efecto, de un problema para los herederos de Freud.
No es solo un problema ideológico el que lleva a atropellar la Constitución en lugar de valerse de ella para resolver una cuestión sanitaria.
A casi todo el país le resulta normal que el Gobierno haya aislado a toda la Argentina y cierre todos los aeropuertos menos uno.
Una obviedad debe ser entonces escrita: si el problema es la gente contagiada que entra al país, esos viajeros lo hacen por un único pasillo en Ezeiza en el que es posible identificar, testear y poner bajo vigilancia sanitaria a todos los que llegan. La solución, en cambio, es impedir a los que se fueron recorrer ese único lugar de entrada luego de un vuelo.
La autocracia y la torpeza, juntas. ¿Qué puede salir mal?
Ocurre algo más grave. Viejos reflejos del pasado hacen pensar que el paso al autoritarismo es un instante fugaz, sintetizado en un helicóptero que vuela, unos tanques que ocupan las calles y unos señores con uniforme que ocupan la Casa Rosada. Eso ya se terminó en la Argentina y también en la región. Pasaron casi cuarenta años de la democratización sudamericana que siguió a la Guerra de las Malvinas.
La deriva hacia la autocracia puede ser más lenta, menos visible. Requiere como condición un cierto desdén por los acontecimientos políticos y bastante acostumbramiento a lo extraordinario. La naturalización de la desgracia suele ser una desgracia en sí misma.
El caso de los varados en el exterior es solo el último. Apenas un mes atrás, porque los mostradores de las carnicerías desmentían la promesa electoral del regreso del asado, a otro funcionario de cuarto nivel se le ocurrió bloquear la libertad de comercio e impedir que decenas de exportadores de carne cumplieran sus compromisos.
Luego de insólitas negociaciones y de quejas variadas de los clientes, el Gobierno llegó a un acuerdo en los mismos términos en los que se planteó, desde su origen, hace más de 150 años, el comercio de carnes argentinas al exterior. El precio de la carne sigue subiendo a tono con la inflación, de la que nadie se ocupa en el Gobierno.
Otra vez, autoritarismo y chambonería. Borran un principio esencial, el de la libertad, para producir, con una medida que ya fracasó durante la década ganada e hizo perder al país miles de millones de dólares y una enorme cantidad de puestos de trabajo.
El recurso del recorte de las libertades siempre necesita de un enemigo diabólico. Se usa tanto que ya es una manía para no afrontar la propia torpeza.
Un ejemplo al azar: la mitad de las vacunas no colocadas (cerca de dos millones al momento de escribir este artículo) ya están en poder de la provincia de Buenos Aires, cuyo gobierno tiene un sistema de vacunación como apéndice de la propaganda partidaria y de la militancia rentada. El ministro Daniel Gollán argumentó que muchos bonaerenses se van de los vacunatorios al encontrar que no serán inoculados con la vacuna que desearían. Se trata de una conducta que no se refleja en la cantidad de dosis vacantes en el resto de las provincias. El argumento disparatado busca eludir la responsabilidad de un fracaso.
Una vez más, en este caso, la culpa siempre está enfrente. Los que viajan y pretenden volver. Los que exportan y protestan porque les prohíben hacerlo. Los que todavía no están vacunados.
Es esa otra forma de construir una autocracia. Negándole derechos al otro. Negando la existencia del otro.
© La Nación
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