Por Gustavo González |
Los estudiosos de la historia de Suiza creen que la potencia de su sociedad y de su economía radica en percibirse como una nación débil que, después de fuertes enfrentamientos internos en el siglo XIX y años de pobreza, decidió unirse, reconocer su pequeñez territorial y asumir un pragmatismo tanto en la vida cotidiana como en las relaciones internacionales. Consciente de esas limitaciones, se convirtió en el país neutral por excelencia: no participó de ninguna de las dos grandes guerras, evita toda alianza militar, política o económica (recién en 2002 se convirtió en miembro pleno de la ONU) y es sede pluralista de todo tipo de organizaciones mundiales, como la Cruz Roja, la OIT, la OMS o la FIFA.
Su complejidad religiosa, política, geográfica y hasta idiomática (tiene tres idiomas oficiales y un cuarto no oficial) obliga a sus ciudadanos a la búsqueda permanente de consensos y los llevó a ser una democracia semidirecta en la que se vota varias veces al año. Por ejemplo, con más de 50 mil firmas se pueden oponer a una ley y llamar a un referéndum. Y, por mayoría simple, esa votación decidirá si la ley es rechazada o no.
Por eso en Suiza los debates son parte de la vida cotidiana y suelen ser vibrantes y acalorados. Pero prima la búsqueda de consensos y existe una aceptación mayoritaria de la preservación de políticas de Estado a través del tiempo.
Incluso tras convertirse en uno de los países más ricos del mundo, sigue aplicando la misma estrategia de supervivencia que tanto éxito le dio.
Antineutral. En la Argentina, tras años de choques internos, pobreza acumulada y la escasa relevancia mundial alcanzada, se podría considerar que existen condiciones similares a las que motivaron el histórico giro suizo.
Antes, habría que reconocer cierta necesidad de humildad, unión, neutralidad, moderación y pragmatismo.
Solo en los últimos meses, el Gobierno intervino –voluntaria o involuntariamente, justa o injustamente– en cuestiones que involucraron a los siguientes países: México (“los mexicanos salieron de los indios”), Brasil (“los brasileños salieron de la selva”), Israel (“uso desproporcionado de la fuerza”), Colombia (“preocupación por la represión desatada ante las protestas sociales”), Venezuela y Nicaragua (mix de cuestionamientos y apoyos a sus gobiernos) y Perú (reconocimiento a Castillo un mes antes que la Justicia peruana).
Además del involucramiento en el caso del armamento enviado a Bolivia antes de que la Justicia tomara cartas y de las comparaciones sanitarias con otros países durante la pandemia, que llevaron a que esos países respondieran públicamente.
A diferencia de ese tipo de intervenciones, en el caso de las protestas y la represión en Cuba, el Gobierno prefirió no sumarse a la condena internacional y optó por el principio de “no injerencia” en los asuntos internos de otros Estados, aunque sí reclamó “terminar con los bloqueos”.
Desde sectores de la oposición y del Círculo Rojo, este posicionamiento se traduce como un alineamiento con el eje La Habana-Caracas y con dos potencias extracontinentales, Rusia y China. De ahí a insinuar que Alberto Fernández está dominado por una ideología que abrevaría en algo así como el viejo comunismo internacional, hay un paso. De allí también deviene la denuncia de que murieron miles de argentinos por haber privilegiado la compra de vacunas rusas y chinas en lugar de las estadounidenses.
¿Existen? Es cierto que lo más parecido al comunismo puro es Cuba y que Cuba ya no puede influir ni sobre sí misma; que Rusia abandonó ese sistema hace tres décadas; que China ya incorporó al capitalismo y que en Venezuela conviven las empresas y la propiedad privada capitalista con un intervencionismo creciente. Pero igual el fantasma del comunismo volvió a acechar en esos ambientes.
No los tranquiliza la definición del Presidente como socialdemócrata, ni sus giras por Europa privilegiando a los países gobernados por esa corriente, o el reciente apoyo a la cumbre climática promovida por Biden y el agradecimiento del estadounidense y posterior donación de vacunas Moderna, entre otros gestos.
Ni siquiera la política económica de Martín Guzmán, experto en las relaciones con los organismos financieros y obsesivo del ordenamiento de las cuentas públicas, es capaz de convencerlos de que no vamos camino, o ya llegamos, a Argenzuela.
No importa si los fantasmas existen, lo que importa es que hay un sector de la dirigencia y de la sociedad que los ve.
Por eso habría que preguntarse si es imprescindible que un país empobrecido y débil como la Argentina opine permanentemente sobre lo que pasa en otros países, tomando partido por unos u otros; como suelen hacer las grandes potencias o los países condenados al seguidismo de alguna de ellas.
O si sería mejor para los intereses nacionales tomar una posición más estilo suizo, que signifique un diálogo permanente con todos los centros de poder, pero intentando tomar distancia de las polémicas internacionales. De hecho, con la doctrina Drago, en 1902 la Argentina fue pionera en lo que se conoce como el Principio de no Intervención, directa o indirecta, en los asuntos de otros Estados.
El futuro Congreso. La referencia inicial a Suiza es simplemente un disparador para pensar cómo hicieron las sociedades que parecían encerradas en una encrucijada imposible, para usar sus debilidades como fortalezas.
Y otra de las características inspiradoras de la realidad suiza es la prevalencia del pragmatismo sobre el dogmatismo, su recurrencia a debatir, negociar, votar y encontrar acuerdos.
Si este no es un hábito de cierta dirigencia argentina, en plena campaña electoral, en medio de las angustias de una pandemia, podría considerarse un objetivo incumplible. Salvo que se interprete que los candidatos que presenten un discurso superador serán los que recibirían el apoyo de un porcentaje mayor de la sociedad.
A priori, muchos de los dirigentes que integran las listas oficialistas y opositoras presentan ese perfil. Son quienes aparecen en las encuestas con mejor imagen.
De la boca para afuera, en reuniones privadas se muestran convencidos de que no habrá modelo exitoso sin una alianza que represente a más del 60% de la sociedad, que cruce a distintos partidos y que atraviese la grieta.
A partir de hoy tendrán la oportunidad de demostrar que de verdad quieren llevar a la práctica lo que dicen.
No les será fácil: deberán evitar el rating fácil que premia los tonos altos y los agravios, considerar al adversario político como alguien que defiende ideas distintas, no como la encarnación del Mal, opinar sobre datos confirmados, no sobre fake news, enseñar que siempre habrá algo en lo que se puede coincidir con el otro, animarse a mostrar racionalidad aun ante las audiencias más pasionales.
Los dirigentes de los partidos mayoritarios son el reflejo de las opiniones mayoritarias de cada época.
Si es cierto que existe una nueva corriente de opinión que está agotada del relato infantojuvenil del país binario, entonces habrá una mayoría de candidatos antigrieta que lleguen al Congreso tras los próximos comicios.
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