Por Marcos Novaro |
La reciente ola de protestas en la isla, reprimida con puño de hierro por el régimen castrista, tal como cíclicamente sucede desde hace más de 60 años, ha obligado a muchos dirigentes e intelectuales de la izquierda argentina, que no quisieron o no pudieron imitar a Alberto Fernández y hacerse los otarios, a decir abiertamente lo que en el fondo siempre han pensado, o con las vueltas de la vida han vuelto a pensar: la democracia pluralista no les interesa, los derechos individuales tampoco, y cuando su ejercicio se contrapone a la conveniencia política, directamente les molestan, los descartan o devalúan sin hacerse mucho problema.
Se dirá que eso no es lo que sucede en la llamada “izquierda democrática”, “socialdemócrata”, “reformista” o “moderada”. Pero ¿algo de eso existe entre nosotros?, ¿dónde?
Lo cierto es que hoy en día resulta más difícil que nunca localizar en nuestro zoológico político a la fauna, sea una figura, corriente o partido, que porta esos atributos. Tal vez se los podría hallar en algún intelectual o dirigente suelto, o en un sector minoritario de una fuerza más amplia, o alguna fuerza menor (“la izquierda del radicalismo”, o el Partido Socialista), pero nada de eso alcanza para desmentir el hecho de que la izquierda en general se ha plegado a las tesituras más tradicionales y recalcitrantes contra el liberalismo político.
No por nada, ella ha sido absorbida por el Frente de Todos, a más bajo precio y de modo mucho más exhaustivo de lo que lo había sido en tiempos del Frente para la Victoria.
Hoy hay, desde el trotskismo hasta Ricardo Alfonsín, una línea de continuidad: nadie allí se desvela por los derechos de las minorías, la división de poderes, la separación entre el partido de gobierno y el Estado, la libertad de expresión ni la independencia de la Justicia, pues entienden que la mayoría de las veces son excusas de los ricos, la “derecha oligárquica” y demás aliados del Imperialismo norteamericano para perjudicar a los “gobiernos nacionales y populares”. El papel penoso que vienen cumpliendo figuras otrora críticas del kirchnerismo en estos aspectos, como es el caso de nuestro embajador en Madrid, o la directora del Inadi Victoria Donda, alguna vez crítica con la “manipulación de los derechos humanos”, o los sindicalistas de ATE y la CTA que la década pasada supieron defender la autonomía del INDEC, ilustra bastante bien el punto.
Influye también, advirtamos, la experiencia macrista, que tanto en lo que hizo bien, como fue el caso con nuestras relaciones externas, como en lo que hizo mal, el manejo del financiamiento del Estado y sus déficits, terminó validando y hasta extremando ese tipo de opiniones, en detrimento de las más moderadas y matizadas.
Es en este marco de ideas y actitudes maniqueas y fuertemente ideologizadas que irrumpe el caso Cuba. Gravitante porque Cuba siempre estuvo allí, bien dispuesta para estimular lo más recalcitrante en los imaginarios y las costumbres políticas de ese sector de la vida política nacional.
Su régimen, acorralado por el malhumor social, se ofrece una vez más como una “dictadura”, pero una “justiciera y a la defensiva”, ejercida por un frágil David que tiene enfrente a un enorme Goliat que, según se dice, no se cansa de victimizar a los Davids de este mundo, a los más pobres y débiles. Por lo que resulta para muchos justificado que suprima las voces de quienes podrían “dividir su frente interno”, “conspirar contra la unidad del pueblo” y su “santa comunión”, al decir de Frai Betto, con el Estado y el Partido. Ayudando así a que el Imperio se salga con la suya.
En un país como Argentina, que ostenta niveles récord de antinorteamericanismo y victimismo, se entiende que esas imágenes ejerzan fuerte influencia. Incluso más allá de las fronteras de la izquierda, en grupos nacionalistas de todo tipo. Más todavía en un momento como el actual: las protestas en Cuba coinciden con una intensa agitación política en prácticamente toda la región, fruto de la pandemia, la subsecuente crisis de las economías nacionales, y también de un largo ciclo de polarización que no parece tener final a la vista.
Y es en particular esta polarización imperante en la política latinoamericana, por factores no del todo ajenos a la política cubana, aunque se manifiesten mucho más llamativamente en otros países, la que parece tener un rol hoy más determinante para explicar la inclinación autoritaria de la izquierda, la argentina y en alguna medida también la del resto de la región: nos referimos en concreto al hasta aquí “exitoso” giro autoritario que están atravesando diversas expresiones del populismo radicalizado, desde el venezolano hasta el nicaragüense, pasando por el boliviano y en alguna medida también el argentino, en los últimos años. Un giro que, a medida que prospera, va generando un nuevo sentido común respecto a lo que es aceptable o tolerable y lo que no lo es.
La diferencia a este respecto con lo que sucedía 10 o 15 años atrás es muy elocuente. En la década de los 2000, recordemos, Hugo Chávez pagó costos políticos y reputacionales muy altos por adoptar medidas antipluralistas y represivas mucho más tenues que a las que hoy nos tienen acostumbrados sus herederos, Nicolás Maduro y sus acólitos. Eso fue así porque todavía en aquellos años la democracia liberal era una conquista reciente en la región y una promesa compartida por prácticamente todas las fuerzas políticas con gravitación en ella; era una “casa común”, depositaria de una legitimidad incuestionable incluso por muchos de los seguidores del propio Chávez.
En cambio hoy esa legitimidad está más acotada y cascoteada. Se ha ido naturalizando en el ínterin el hecho de que los derechos individuales y de las minorías se sacrifiquen para preservar a regímenes que se arrogan una legitimidad propia y superior a cualquier constitución o sistema institucional preexistente. Y estos regímenes lograron, al menos en algunos casos, imponer esos abusos y perdurar. Por lo que sus simpatizantes, dentro y fuera de sus fronteras, han tendido también a adaptarse a sus modos, naturalizando el aval que se brinda a esas violaciones de derechos. Lo que resulta una gran ventaja, porque ya no hace falta andar dando tantas explicaciones.
Habrá que ver a cuántos de nuestros izquierdistas la represión en Cuba los empuja a reflexionar más allá de las barreras de la polarización y del fanatismo ideológico. Probablemente, igual que ha sucedido con la tragedia venezolana, lo logre en mayor medida entre los más jóvenes: para muchos adeptos al rap y el trap les va a resultar difícil desatender el hecho de que el movimiento generado en torno a Patria y Vida en la isla se parece más a L-Gante y a Residente que a los esbirros uniformados de su propia generación, y sus mismos orígenes sociales, pero que tanto en La Habana, en Caracas como en Buenos Aires salen a la calle solo cuando se trata de defender sus espacios de poder en el Estado, y festejar las ocurrencias de sus líderes (por caso, la “innovadora” e “igualadora” idea de repartir netbooks donde ha dejado de haber escuelas, y dar a entender que así están salvando a los jóvenes de la exclusión), precisamente contra la amenaza que ejerce gente como ellos, con su voto, sus voces o su pataleo, desde fuera de esos regímenes.
© TN
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