Por Javier Marías |
Una manera posible es esta (y empiezo por lo personal): hace casi un año, Hacienda se molestó en reclamarme unos euros más y amenazarme con multa. ¿El motivo? Los modestísimos emolumentos que abona la Real Academia Española a sus miembros, por asistir a sus sesiones los jueves, no los había declarado como “derechos de autor”, sino en otro concepto que no recuerdo —es mi asesora fiscal quien prepara y presenta mis papeles— y por el que la suma tributable era levemente menor.
Mi asesora es muy prudente. En asuntos del Fisco, suele recomendar “tragar, porque si no puede ser peor”. Otra gente enterada asegura que objetar sus decisiones acarrea a menudo represalias para el objetor, en forma de inspecciones en regla, etc. Pero esta vez esa mujer cautelosa vio la reclamación tan absurda que presentó alegaciones. “Es que no hay por dónde coger este disparate”, me dijo. “Tendrán que darnos la razón”. (Todos tenemos nuestra historieta con Montoro o Montero.)
En efecto era un disparate. Los académicos vamos a la Academia los jueves (si podemos). Se trata de un acto presencial en el que no escribimos nada, sólo hablamos. ¿De qué? De vocablos y definiciones, ya que nuestra tarea consiste en mejorar éstas en el Diccionario, modificarlas si se han quedado anticuadas e introducir nuevos términos y acepciones. Barajamos entre todos y se acaba eligiendo la más adecuada, la cual, tras atravesar otros filtros, a veces se incorpora al Diccionario o DLE. Es un trabajo colectivo y anónimo, y por supuesto las ventas del DLE no nos aportan derechos, que son para la institución. ¿Por qué debía yo declarar esos pocos euros como “derechos de autor”, si nada he escrito ni va firmado con mi nombre ni jamás percibiré ni un céntimo? Así se le expuso a Hacienda, la cual contestó con una imbecilidad: “Pero usted está en la Academia por sus libros”. Ha habido ocupantes de sillones que no habían visto una obra suya impresa, pero es lo de menos. Lo cierto es que hube de abonar la diferencia, más intereses y una multa si mal no recuerdo. Tanto trajín por una cantidad menorcísima. Eso me hizo preguntarme cómo es que el Fisco se molestaba y me molestaba tanto para recaudar una propina. Claro que 46 millones de propinas… Pero hay mucho más que rascar en los grandes defraudadores, así que no veo otra respuesta que una información reciente que también invita a perder el respeto. En el primer trimestre del año, el Gobierno se ha gastado 17,5 millones en las nóminas de los asesores de que dispone, frente a los 14,6 del mismo periodo de 2020, y los 11,7 de 2018. El incremento de este trimestre se produce en plena pandemia, sin apenas actividad política, y eso sugiere que hayan aumentado —de nuevo— los asesores que se nombran a dedo y sin dar explicaciones. Es el “personal de confianza” que los altos cargos eligen sin criterios profesionales ni académicos y sin mérito objetivable, salvo la relación personal o con los partidos gobernantes (al parecer tenía un montón Pablo Iglesias). Si en el actual Ejecutivo hay 22 ministros —un récord—, imagínense el número de altos cargos existentes. Pero resulta que éstos no valen, ni los funcionarios ya hipertrofiados: sólo La Moncloa emplea a 532 asesores opacos y que nadie conoce. Las sumas que se embolsan estos y otros asesores (quién sabe si parientes, amigos, compañeros de pupitre o de baloncesto) han obligado al Gobierno a recurrir a ampliaciones de crédito extraordinarias en 2019 y 2020, porque las dotaciones existentes no bastaban para atender los elevados sueldos. Cualquiera puede valer para casi todo, pero la información señala que un tercio de los contratados a las órdenes directas de Pedro Sánchez sólo tienen el graduado escolar o el certificado de escolaridad. A nivel nacional, incluyendo autonomías, diputaciones, ayuntamientos y todo el aparato de organismos y entes oficiales, el número de asesores rebasa con creces los 20.000. Veinte mil.
Eso debe de explicar, en parte, que Hacienda rebañe, con argumentos peregrinos, hasta los eurillos percibidos por un académico de la RAE. Lejos de mi intención persuadir a nadie de no satisfacer sus impuestos. No sólo por la cuenta que le trae, sino porque son esos dineros, a pesar de los pesares, los que nos permiten contar con Sanidad y Educación públicas, y con transportes, y carreteras (malas y que deberemos pagar dos veces, mediante peajes), y tantos otros servicios fundamentales. Hace ya muchos años publiqué un artículo didáctico animando a pagarlos honradamente. Aún sigo en la misma postura y en el mismo convencimiento. Pero cuando Hacienda se muestra arbitraria y se inventa fábulas, o cuando uno se entera de cuántos individuos oscuros y desconocidos perciben salarios abundantes a cargo nuestro…, sí, uno continúa pagándolos honradamente, pero sin creer que eso contribuya al bienestar del país y de todos los ciudadanos, sino más bien al de unos 20.000 elegidos a dedo y que jamás rinden cuentas. Es decir, uno paga todavía, pero con desdén y sin respeto.
© El País Semanal
0 comments :
Publicar un comentario