Por Fernando Savater |
Estos días, para limpiarme un poco de la polución política, he estado leyendo El espectador (Acantilado) de Kertész. Cita con aprobación unas líneas del Doktor Faustus de Thomas Mann: “Basta con llamar “pueblo” a la masa si se la quiere inducir a lo retrógrado y maligno. ¡Cuántas cosas han ocurrido ante nuestros ojos... en nombre del “pueblo”, cosas que difícilmente podrían haber ocurrido en nombre de Dios, o de la humanidad, o del derecho!”.
El comienzo es difícilmente refutable, sobre todo si se vive en la España actual. Pero el resto me parece de un catastrofismo... optimista (y tiemblo al discrepar de cumbres como Mann o Kertész). Conviene sin duda subrayar el uso criminógeno o al menos estupidizador del recurso al “pueblo”: pero lo mismo pasa si se recurre a Dios (a los yihadistas me remito), a la humanidad (ha legitimado formas poco disimuladas de colonialismo) o incluso al derecho (el Lebensraum en lo trágico o los indultos a golpistas en la farsa).
En general, no es sencillo encontrar causas nobles o sensatas que no hayan justificado atropellos: todas sirven para “cargarse de razón” —como decía Ferlosio— y poder dispararse luego hacia donde más daño pueden hacer.
Para descubrir cuándo una causa aparentemente irreprochable se ha puesto al servicio de lo inconfesable hay que atender a ciertas señales. La primera, el desdén por la Ley. Sólo las leyes protegen al ciudadano contra los falsos profetas... o los profetas auténticos, que son no menos peligrosos.
Otra señal es la hipertrofia de la mentira: los políticos siempre mienten algo, va en su oficio, todo el que dice “nosotros” miente, pero a veces las mentiras se hacen enormes y devoran las pequeñas verdades cotidianas. Resumen: como dijo Camus, “en política son los medios los que justifican el fin”.
© El País (España)
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