Por Roberto García |
La cúpula arde: Alberto Fernández le replica a Cristina, Máximo Kirchner se le rebela al Presidente y el ministro de Economía, Martín Guzmán, no le atiende el teléfono al gobernador Axel Kicillof. Lo que era sordo, oculto, ahora se expone. Pasional conflicto en el poder que ahuyenta gobernadores, intendentes y espontáneos: nadie desea salpicarse con la transpiración de los oponentes.
Hubo un capítulo clave en las últimas 72 horas, justo en el aniversario de la Independencia, en este culebrón programado de cuatro años de mandato: el jefe de Estado eligió esa fecha para devolverle sopapos a la familia Kirchner, salir de la ultratumba de la Rosada emitiendo un tenue sonido, como si hubiera vida debajo de los escombros. Lo de Alberto parece El grito, el famoso cuadro (en rigor, son cuatro) del noruego Munch, uno de los cuales incluye la frase “pintado por un loco”, que tal vez describa la nueva alienación presidencial.
Razones. No fue casual la elección de Tucumán: se reservó Alberto la provincia para reivindicar
al gobernador Juan Manzur, bombardeado por Cristina en su última aparición porque considera sospechoso que haya tenido más suerte en la Justicia que otros funcionarios de su preferencia (el tercer Fernández, Kreplak, Gollán). Lo desprecia, además, porque fastidia al matrimonio Alperovich, que lo precedió en la gobernación, cargado él de imputaciones que van del abuso sexual al abigeato, y de lamentos
familiares de la esposa, Beatriz, que tanta adoración profesa por la vicepresidenta.
Tampoco le gusta la devota amistad, de algún modo hay que llamarla, que Manzur mantiene con un empresario de laboratorios
que alguna vez fue amigo de Cristina y que desde el año pasado entró en desgracia con la dama. No se han revelado las razones de esa pelea, menos la obstinación de ella por castigarlo.
Pero la mayor venganza de la viuda sobre Manzur planea desde que se atrevió a incentivar la emancipación del Presidente, por desprenderlo de su falda, por auspiciar un “albertismo” en el que no creyó ni el mismo protagonista.
Alberto aterrizó en Tucumán para sostener a su frustrado tutor. Fue un gesto con quien le reprochara que no lo había defendido del ataque de Cristina. Solidario esta vez el Presidente con un partidario, lejos del egoísmo habitual de su segunda, quien nunca expresó en público una mínima defensa de adeptos que la acompañaron y la hicieron “exitosa”: de Julio De Vido a José López, de Amado Boudou a Ricardo Jaime, de Lázaro Báez a Cristobal López.
Faltazos. Pero el nuevo Alberto igual se sorprendió en la llegada, acaso por los serios tumultos al repudiarlo y, sobre todo, por la confesión que formuló al pie del avión: “No vino nadie”, señaló, al advertir la nula compañía de otros gobernadores en el día de la patria. Insólitas ausencias, aunque él no debiera ignorar que entre las veinte verdades del peronismo hay una que dice: “Una traición no se le niega a nadie”.
No se arredró el mandatario por las faltas históricas en la celebración. A él lo dominaba otra causa superior: plantarse contra Máximo Kirchner y su madre, quienes se niegan a que el último decreto de Alberto se convierta en ley para habilitar el ingreso de vacunas norteamericanas.
Obvio, una barrera ideológica contra la exigencia de los laboratorios para extinguir el cuestionado término “negligencia” de la norma actual que, como se sabe,
no
figuraba en el proyecto original y fue introducido –se supone, cándidamente– por una legisladora cristinista, con la unanimidad del bloque oficial y la anuencia cómplice de los opositores.
Después, algunos creen que no hay lobby en el Congreso argentino: debería ser abierto y legal, como en los EE.UU.
Máximo, desde su butaca, casi lo trata de cipayo por el decreto y Alberto, inesperadamente, lo zamarreó en público. Justo él, que debe ser uno de los pocos que alguna vez durmieron en la cama del joven en Santa Cruz, en tiempos de Néstor. Surgió una autoridad desconocida en el Presidente, harto quizá de hundirse por la pésima política de vacunación que lo ha desintegrado y la hostilidad continua de la familia Kirchner. Dijo sencillamente en su alocución: “Si no les gusta, me voy”. Y echale la culpa a Pfizer.
Guzmán vs. Kicillof. Acumuló indignación Cristina aunque no le volvió la rosácea. Un desobediente Alberto le tocó al nene como unos días previos ya había tocado a su favorito, Kicillof. Entonces, una cauta vicepresidenta llamó a Fernández con un reclamo de barrio, sosegada, inquieta por las negociaciones con el FMI: “Decime, Alberto, ¿por qué Guzmán no atiende al chiquito Axel?”. Simple pregunta, sin furia. Parece que se habían agotado las baterías de celulares en La Plata llamando al celular de un ministro que se ha vuelto sordo o se niega a escuchar las monsergas del gobernador bonaerense por el tema deuda.
“Y yo qué sé, no me puedo ocupar de esas cuestiones”, devolvió un Alberto malhumorado, como si desconociera la falta de educación de su ministro, con quien naturalmente opera en tándem para desmentir que lo manejan con un joystick desde un imaginario Instituto Patria.
Ni siquiera impide que el titular de Economía se transforme en un viajero impenitente, quizás enamorado de la Georgieva, a la que necesita ver de cuerpo presente, como ayer en Europa –también con Janet Yellen– cuando esas continuas entrevistas se pueden realizar por Zoom, telefónicamente y hasta por medio de palomas mensajeras. Más en estos tiempos.
Pero Guzmán no es tan romántico. Por lo que ahora se sabe, cruza el Atlántico o viaja al Norte para que no se caigan acuerdos eventuales con el FMI o los EE.UU. y, sobre todo, para no soportar las clases magistrales de Axel, que siempre recomiendan lo contrario.
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