Por Manuel Vicent |
Si por la mañana te despiertan los pájaros y al abrir los ojos desde tu habitación ves el mar; si en el momento de saltar de la cama toda la casa huele ya a café y a tostadas de pan candeal; si al desperezarte como un gato no te cruje ningún hueso y sientes el cuerpo bien macerado por un sueño agradable que ni siquiera recuerdas, considera que el día empieza muy bien.
Si después del desayuno te das un baño en la playa desierta y luego en la terraza del bar en el pueblo a la sombra de los plátanos compartes una tertulia con amigos en que no se habla de política y ni de enfermedades, sino de las cosas simples de la vida, de experiencias, de proyectos, de recuerdos, este placer será acrecentado si al final te das una vuelta por el mercado de frutas y verduras, y en el puesto de confianza compras lo que te pidan los ojos, brevas, melocotones, cerezas.
A la hora del almuerzo nunca te sientes a la mesa con alguien que te caiga mal. Recuerda que para una buena digestión serán más importantes que la comida los comensales que te acompañen. Las risas son muy digestivas. Por lo demás come poco y hazlo despacio.
La canícula requiere una buena siesta con sonido de chicharras. Procura hacerla en una penumbra de maderas entornadas, con una brisa que infle los visillos y trasmita un aroma a alcanfor y membrillo.
Mientras las horas siguen su camino hay un tiempo a media tarde para la música y la lectura, pero es imprescindible que la puesta de sol te sorprenda ante una copa en un bareto junto al mar donde suene el swing de Cole Porter.
Sería ideal que encontraras algún amigo esteta con quien hablar, por ejemplo, de los prerrafaelistas para merecer que el sol al fundirse en el horizonte os regale el rayo verde. Tampoco importa. Ahora queda toda la noche para contemplar tumbado las vagas estrellas y esperar que ese milagro se produzca mañana.
© El País (España)
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