Por Arturo Pérez-Reverte |
Érase una vez una montaña alta y sagrada a la que llamaban Olimpo, que estaba en lo que hoy llamamos Grecia. En torno a esa montaña, por la época en que los judíos salían de Egipto en busca de la tierra prometida, unos trece o catorce siglos antes de que naciera Cristo y más o menos cuando los hombres empezaron a usar el hierro en lugar del bronce, se fue formando un país que todavía entonces eran muchos pueblos y ciudades, hechos (como casi todos se hicieron) de invadidos e invasores.
En vez de un solo dios, aquellos fulanos tenían varios que vivían en plan familia Telerín en ese monte griego. La gente no les rezaba para que perdonasen sus pecados ni para ser mejores personas, sino para cosas prácticas como tener buenas cosechas, viajar seguros, degollar y esclavizar a los enemigos, disponer de pan para comer, agua para beber, fuego para calentarse y llegar a viejos en el mejor estado posible. Para eso ofrecían sacrificios derramando vino, matando animales (hecatombe significa sacrificar cien bueyes), les dedicaban bailes, cánticos y cosas así. La peña era también muy supersticiosa, y de que un ave volase a la derecha o la izquierda, de unos relámpagos o de cualquier chorrada así dependía librar batallas, viajar y toda clase de iniciativas. Incluso, en un lugar llamado Delfos, había un chiringuito de adivinación del futuro al que llamaban Oráculo, donde se formaban colas para preguntar; y como las respuestas siempre eran ambiguas, cada cual las interpretaba a su manera. Ibas y preguntabas si tu marido te engañaba con la esclava de casa, el oráculo respondía «Todo puede ser», y tú, como estabas de tu marido hasta la bisectriz, al volver a casa lo envenenabas haciéndole un salmorejo con cicuta. Todo eso, como digo, giraba en torno a una religión presidida por una docena de dioses principales y un montón de secundarios, que a su vez generaron infinidad de subcontratas gestionadas por semidioses, héroes y otros personajes hasta formar una multitud fascinante, que a su vez generaría unas leyendas y una literatura sin cuyo conocimiento es imposible comprender los símbolos y referencias de la Europa que venía de camino. En cuanto a los moradores del Olimpo, los dioses principales no eran buenos y virtuosos como imaginamos a los de ahora. Al contrario, eran adúlteros, lujuriosos, envidiosos, violadores, incestuosos, coléricos, tramposos e impresentables. Unos verdaderos hijos de puta. Además, cada uno tenía sus seres humanos preferidos, favoreciendo a unos y fastidiando a otros. Zeus, que después sería el Júpiter romano, era el padre y rey de todos, la máxima autoridad, aunque los otros, sobre todo las diosas, se choteaban de él y lo engañaban como a un chino de los de antes. Su legítima señora era Hera, la Juno romana, cuyo cuñado Poseidón (el Neptuno del tridente), hermano de Zeus, era rey del mar, capaz de generar tormentas y apaciguarlas por la cara. Hefesto o Vulcano, el dios del fuego, era cojo, feo, gruñón, curraba en una fragua, y en ella lo pintaría Velázquez muchos siglos después. Dionisio, más conocido hoy por Baco, era un borracho que te rilas; y Ares, o sea Marte, dios de la guerra, un psicópata militarista que sólo era feliz cuando había batallas y masacres de por medio. Hermes (el Mercurio de los romanos), mensajero de los dioses, había salido el listo de la familia, dotado para los negocios y las juntas de accionistas. Artemis, luego Diana, aficionada a cazar y pasear por los bosques con arco y flechas, no quería ver a los hombres ni de lejos y era la feminista de la familia. Atenea o Minerva, nacida de un martillazo que Hefesto le dio a Zeus en la cabeza, salió medio guerrera, tenía los ojos verdes y era diosa de la sensatez y la sabiduría (no es casual que la clave del conocimiento se atribuyese a una mujer y no a un hombre). Otros parientes eran Vesta, que presidía el hogar familiar, Ceres, diosa de la agricultura, y Plutón, que gobernaba el mundo subterráneo y vivía bajo tierra, en plan topo. Mención aparte merecen Apolo, que era el guaperas de la familia y conducía una especie de Ferrari celeste, y Afrodita, o sea, nada menos que Venus: la diosa de la belleza y del amor, la Marilyn Monroe del Olimpo. Una señora espectacular, de las que paraban la circulación de las cuadrigas cuando salía a darse una vuelta por el mundo. La guapa entre las guapas. Y que nos viene de perlas para cerrar este episodio, porque en el siguiente veremos cómo ese mismo bellezón, al aceptar una manzana de manos de un simpático chaval llamado Paris, lió un pifostio considerable que acabaría llamándose Guerra de Troya. Con la que nuestra vieja Europa, por así decirlo, iba a entrar ya en serio en la Historia.
[Continuará].
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