Por Rogelio Alaniz
No estoy en condiciones de discurrir acerca de la calidad científica de las vacunas. Supongo –y tengo razonables motivos para suponerlo- que son buenas y que en todos los casos es preferible vacunarse que no hacerlo. Los problemas nuestros no provienen tanto de la calidad de las vacunas como de la calidad de la gestión para vacunar a la gente. Las cifras son elocuentes. Estamos atrasados con una dosis y mucho más atrasados con la segunda dosis, que es la decisiva. El argumento de escasez de vacunas en el mercado es cada vez menos sostenible.
No es la oferta de vacunas lo que falla, lo que falla es el gobierno encargado de administrarlas y de tomar decisiones. Nunca creí que la vacuna Sputnik nos envenenaría, aunque siempre me asistió la certeza de que el señor Vladimir Putin, tan admirado por nuestro presidente, envenena a sus opositores. Por lo pronto, lo que en materia sanitaria hizo el actual gobierno hasta la fecha merece ser calificado entre regular y malo. Y lo más grave es que las señales que se insinúan en el horizonte huelen a tormenta y tempestad.
A la mala gestión de la pandemia, este gobierno le suma la pérdida de credibilidad, virtud que en tiempos de crisis o desgracias es decisiva. Los pueblos pueden estar mal por culpa de la naturaleza o por culpa de enemigos externos, pero la única condición que atenúa las desgracias más impiadosas es confiar en quienes nos gobiernan. Los ingleses en 1940 estaban refugiados en sótanos, faltaba comida, faltaba luz y a veces hasta faltaba agua, mientras los aviones de la Luftwaffe bombardeaban Londres. Todo mal, pero agobiados en el pesar a los ingleses la única fe que los sostenía era saber que estaban gobernados por hombres confiables y esa fe no se debilitaba, todo lo contrario, por más que esos hombres solo prometían "sangre, sudor y lágrimas".
Esa seguridad, esa confianza nos está negada a los argentinos. Los vacunatorios VIP lo pusieron en evidencia, confirmaron las peores sospechas. Ya no se trataba de beneficiarse con la licitación de la obra pública, o de colonizar al estado con ñoquis, o de saquear sistemáticamente los recursos nacionales en nombre de alegatos leguleyos como la soberanía energética, la soberanía alimentaria, la soberanía sanitaria o la propia soberanía nacional, ahora, en una situación límite, en una Argentina con más de noventa mil muertos e índices sociales que arañan el cincuenta por ciento de pobreza, los caballeros del gobierno -caballeros y damas- nos demostraron, por si a alguien le quedaba alguna duda, que a la hora de ejercer privilegios no conocen límites: primero yo, segundo yo y tercero yo. Y mientras tanto, "por razones de peso", se las ingeniaron para que catorce millones de vacunas no lleguen a la Argentina. Con menos del diez por ciento de personas vacunadas con dos dosis y la cepa "Delta" insinuándose en el horizonte, sospecho que no nos está autorizado el privilegio de ser optimistas.
La palabra es el capital simbólico más importante de un presidente. Y curiosamente hoy su palabra parece ser el insumo más devaluado. No es agradable decirlo, pero la palabra del presidente cada vez vale menos. Y él ha hecho todos los méritos posibles para que así sea. "Me contradigo, contengo multitudes", es una frase oportuna y poética para definir a una personalidad trágica, pero en este caso lo que vale para la poesía no vale para la política. Y, así y todo, decir que el presidente se contradice demasiado es una manera suave y elegante de caracterizarlo. ¿El presidente miente?
Depende de lo que se entiende por mentira, pero lo que sí parece estar claro es que la verdad para él es un lugar resbaladizo o un lugar incómodo. Por lo pronto, faltó a un principio clave del oficio político, el que asevera que: "Serás prisionero de tus palabras y dueño de tus silencios". A la inversa del proverbio, habla cuando no debe y se calla cuando debe hablar. También olvidó aquella sentencia o aquella crítica de un "orejano": "Elogiar divisas ya desmerecidas y hacernos promesas que nunca cumplieron". No sé si el presidente miente, pero me temo que falta a la verdad con demasiada frecuencia. A veces esto ocurre cuando se desea satisfacer a todos.
El clásico político charlatán que a cada oyente le dice lo que quiere escuchar. El presidente no se priva de hacerlo, pero en su caso hay un rasgo distintivo, un rasgo que pertenece a su propia cosecha: su afán principal no es quedar bien con todos los interlocutores, su afán principal es quedar bien con una exclusiva interlocutora, con la mujer que ejerce el poder real de la política oficialista y a la que él le debe la presidencia que ejerce. El presidente cada vez tiene menos poder y además se nota. Él se encarga de hacerlo evidente. Que esto, visto en retrospectiva, era previsible, no nos consuela. Todo lo contrario. En estos casos saber que aquello que se temía como lo peor se cumple, es más una desgracia que una satisfacción por haber tenido la razón antes de tiempo.
La otra novedad de los tiempos que corren es asistir al espectáculo bizarro de un presidente que se enoja y nos reta. Alguna vez otro presidente del mismo signo político que el actual sentenció que "el que se enoja pierde". Y creo que no le faltaba razón. Por lo pronto, el actual se enoja cada vez más seguido y el adjetivo de "imbécil" no se le cae de la boca. Antes lo empleaba para designar a algún político opositor con nombre y apellido, ahora recurre a la misma palabra para designar a quienes lo critican en general, algo así como lo que hacía la Señora Cristina cuando desde su púlpito y con la Cadena Nacional a su disposición, injuriaba o sermoneaba a un trabajador o a un sencillo ciudadano.
Sinceramente no recuerdo a un presidente democrático dedicado a insultar a opositores, periodistas y ciudadanos. A esa faena, es verdad, se dedican presidentes estilo Bolsonaro, Trump, Ortega y Maduro, pero convengamos que no son los mejores ejemplos a tener en cuenta. Un presidente, un jefe de Estado, un estadista para ser más preciso, no se enoja como un hincha de fútbol colérico en la tribuna o como ese señor que se levanta de la mesa y ataca a patadas a un borracho que lo insulta. Tampoco se dedica a responder a sus críticos, porque en todo caso deja que esa tarea la hagan sus colaboradores. Un presidente no pierde la línea ni el estilo.
Julio Roca lo dijo alguna vez: "Un jefe de Estado nunca dice cosas irreparables". Un presidente no insulta a sus opositores ni siquiera cuando lo asiste la razón. Y no lo hace, porque su investidura le exige mirar más alto, más lejos. Y, sobre todo, porque debe limitar su propio poder. Un presidente que se enoja, que insulta, que usa las palabras como si fueran cascotes es algo peor que un presidente mal educado o un presidente autoritario, es por sobre todas las cosas un presidente débil, un presidente con miedo, un presidente que presiente que el poder se le escurre de las manos o tal vez sospecha que nunca lo tuvo, que aquello que él creyó que era el poder no era más que un espejismo, un juego de luces fugaces y dispersos que se desvanece en el aire.
© El Litoral
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