Por Julio Rajneri
Los mexicanos descienden de los aztecas y los mayas. Los peruanos descienden de los quechuas. Los argentinos descienden de los barcos. Esta comparación, que tiene un tufillo de superioridad, tiene en mi memoria más de 50 años.
No era sin embargo peyorativa respecto de aquellos países. Al fin y al cabo, México y Perú tienen buenos motivos para enorgullecerse de sus civilizaciones precolombinas. Los aztecas y los incas conformaron una organización compleja y sofisticada, con dominio sobre una superficie comparable a un Estado europeo mediano y centros urbanos de igual o superior población a la de muchas ciudades europeas de esa época. Los mayas le agregaron un refinamiento visible todavía en sus ruinas de Uxmal, Palenque, Tikal y Chichén Itzá, conocían la escritura y tenían conocimientos científicos destacados en algunas áreas como la astronomía y la matemática.
El presidente Alberto Fernández utilizó aquella comparación relativamente inocua, suplantando a Perú por Brasil, cuya población según su visión proviene “de la selva”, eufemismo con que aludió a sus ciudadanos de origen africano. Una torpeza que le dio a la frase un tono marcadamente racista que despertó la indignación de gobernantes y ciudadanos en ambos países.
En todo caso, si tal fuera la causa de la prosperidad o la decadencia de las naciones, Fernández omitió decir que hace un siglo la economía argentina era superior a las de Brasil y México y que ahora el PBI argentino es un tercio del de Brasil y la mitad del mexicano.
Hace pocos días el presidente, en el Foro de San Petersburgo, aseguró impávido que “es hora de entender que el capitalismo no ha dado buenos resultados, ha generado desigualdad e injusticia”.
No hay en la actualidad una sola democracia en el mundo que no sea capitalista. Es hasta ahora el único sistema compatible con la libertad. Provoca desigualdad, es cierto, pero también disminuye la pobreza.
Incluso en los países dictatoriales o autoritarios, la diferencia entre aquellos que aceptan la economía de mercado y quienes se embarcan en aventuras grotescas como Cuba o Venezuela es abismal. Corea del Sur bajo la dictadura de Park Chung-hee, Brasil en el período de Getulio Vargas, Singapur que en menos de 50 años se transformó de una isla pobre a uno de los tres países de mayor ingreso per cápita del mundo, Chile con Pinochet y el caso más reciente La China comunista desde que aceptó el capitalismo, son ejemplos de crecimiento a tasas incluso superiores a la de los países democráticos.
La razón es muy simple. Los gobiernos enfrentan periódicamente el dilema de adoptar medidas necesarias pero impopulares. En una democracia el precio puede ser la pérdida de las elecciones y el poder. Las dictaduras pueden obrar impunemente, sin temor a esas consecuencias.
Durante la pandemia, el presidente incurrió en frecuentes incidentes diplomáticos con países como Chile, Suecia o gobiernos autónomos como el vasco, por sus comparaciones desafortunadas en las que se jactaba de la superioridad de las medidas adoptadas en su gobierno. La realidad incontrastable es que la mayoría de los países están saliendo de la pandemia, algunos como Israel y Noruega han recuperado su vida normal y nuestro país aún se debate en su desesperada búsqueda de vacunas.
Ya ni siquiera llaman la atención sus periódicas afirmaciones respecto de Cristina y el inevitable cotejo con sus propias opiniones, generalmente escandalosas, en su no muy lejana etapa de acérrimo opositor. Son -por así decirlo- manifestaciones “de cabotaje” que poco tienen que agregar o restar a su devaluada palabra.
Sí son preocupantes las que involucran al mundo exterior. Fernández ostenta un verdadero récord de expresiones desafortunadas que comprometen de una u otra manera nuestras relaciones internacionales. No hay razones para suponer que no se sigan produciendo, en la medida que sus inhibiciones puedan ir disminuyendo y sus incontinencias verbales sean cada vez más incontrolables.
© Diario Río Negro
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