Por Jorge Fernández Díaz |
El poeta, que leía muy temprano los periódicos, se asomó a su balcón del hotel Grand Saint Michel y gritó a los cuatro vientos: “¡Se cayó el hombre!”. Y todos los exiliados que pernoctaban en los alrededores se removieron nerviosos, en la esperanza de que fuese su propio dictador y no otro el que acababa de ser depuesto. Esto acontecía a mediados de la década del 50 en París, ciudad a la que habían ido a parar ilustres asilados de diferentes dictaduras latinoamericanas: la crème de la crème de la izquierda literaria de la Patria Grande. El poeta que voceaba las buenas nuevas era Nicolás Guillén y quien evocó el momento fue García Márquez.
En sus famosas Notas de prensa, Gabo exclama: “Éramos tantos los fugitivos de tantos patriarcas simultáneos”. Se refiere a Odría de Perú, Batista de Cuba, Somoza de Nicaragua, Rojas Pinilla de Colombia, Pérez Jiménez de Venezuela, Trujillo de República Dominicana. Y al general Perón de la Argentina, considerado todavía por aquellos escritores como un admirador del Eje y un fascista criollo a pesar de haber sido validado por las urnas. De la nefasta entronización de aquellas dictaduras militares y de la amarga experiencia de sus desterrados surge la “novela del tirano”, parte fundante de aquel “boom latinoamericano” que conmovió a la literatura universal.Las coordenadas de entonces eran muy claras, o así lo creíamos de jóvenes: la derecha se servía del partido militar e imponía a crueles y ridículos déspotas, y la izquierda y el progresismo se empeñaban en denunciarlos y en darles batalla cultural. Tras la caída del Muro de Berlín, el advenimiento de la globalización y el abandono de los Estados Unidos de sus siniestras intromisiones, los tiranos cambiaron de ropaje y de bando: por medio del voto, en saco y corbata, se introdujeron en las democracias, limaron el sistema republicano desde adentro e instalaron autocracias más o menos violentas con disfraces izquierdosos. Se supone que un progresista es un rebelde frente a los poderes avasallantes; alguien que no acepta autoritarismos y a quien repugnan el poder omnívoro y los crímenes ideológicos: encarcelamientos, torturas, censuras y persecuciones por el solo hecho de pensar distinto. Pero resulta que en estos infaustos tiempos el progresismo mira para otro lado mientras los verdugos de la hora toquen su melodía o, al menos, una canción pegadiza que traiga ecos nostálgicos de aquella revolución romantizada. El folclore antiyanqui y “emancipador”, que huele a oxidado y que además es puro verso en este nuevo mundo multipolar, se encuentra por encima de los derechos humanos. “Por algo será” era una funesta frase que se usaba para justificar durante el reinado de Videla las desapariciones y los tormentos a disidentes. Hoy esa misma modulación sirve para habilitar los asesinatos y las atrocidades de los gobiernos de Caracas y Managua, donde ya hay una “dictadura clásica”, como la denomina sin ambages un destinado a escribir la gran novela de los Ortega: el premio Cervantes Sergio Ramírez, exdirigente sandinista a quien nadie podría catalogar como derechista o conservador. La llamada “izquierda” se quedó en el siglo XX, se volvió profundamente inhumana y reaccionaria, o en todo caso desnudó su verdadera vocación cesarista: recordemos que aquellos antiguos ideales setentistas no propendían a la democracia, sino a las “dictaduras populares”, que salvo en Cuba nunca se habían llegado a consumar. Hoy esos “ideales”, reciclados por el nacionalpopulismo, ganan territorio y engendran monstruos y decadencias sin piso, y revelan la infame complicidad criminal de la grey progre. En el siglo XXI un nuevo boom latinoamericano acaso sería posible; solo que ya no se trataría de retratar literariamente la maldad de los generales, sino que debería abocarse esta vez a la perversión sin límite de estos flamantes autócratas. Con todos y cada uno de ellos se ha asociado el cuarto gobierno kirchnerista: por mi política exterior me reconoceréis. Aunque, claro está, ya no se trata como parece ni siquiera de una pulseada heroica por el socialismo; apenas es una puja entre capitalismo de amigos y capitalismo abierto. El influyente hijo de Nicolás Maduro, pegando bruscamente la vuelta, lo aclara ahora mismo: las expropiaciones fueron una gran equivocación; se necesita de urgencia una ley para agilizar las inversiones en la república bolivariana. El ataque a la propiedad privada “no nos hace bien –dijo el vástago, que es diputado nacional–. Hay que reconocer los errores de cada uno”. Venezuela ni siquiera aparece en el mapa elaborado esta semana por MSCI. La Argentina pasó directamente de emergente a standalone: no estamos tan mal como Caracas, pero ya no somos ni siquiera “país frontera”, y compartimos el subsuelo con Zimbabwe y Botsuana.
En ese contexto indiscutible que insólitamente muchos discuten, nuestra nación está siendo piloteada por una facción afín a la moda más inquietante: el kirchnerismo lleva a cabo un copamiento sistemático del Estado, busca una hegemonía y planea fundar un Nuevo Orden. Y ha logrado, aun con sus actuales limitaciones parlamentarias, avanzar sobre instituciones y derechos aprovechando el estado de excepción de la pandemia. Sugerir, por lo tanto, que los comicios de medio término no son cruciales implica un acto de ingenuidad inusitada o de una imperdonable irresponsabilidad civil. Y sin embargo, este discurso fofo va ganando consenso en la oposición y en cierta dirigencia del peronismo troncal, entente amigable y comunitaria donde el peligro de una radicalización es subestimado para desdramatizar la política y poder dedicarse a una tranquila conversación de socios. Una rosca. Las visiones coincidentes y el uso de algunos sondeos –insustanciales en un escenario volátil e imprevisible– les permiten crear un mueble mágico: esa mesa común e ilusoria lo arreglará todo. A condición, por supuesto, de que “los dos demonios” se jubilen. En el caso de Macri quizá no sea difícil; sus amigos solo deberán convencerlo de que ya no es competitivo. En el caso de la arquitecta egipcia, persuadirla de que debe pasar a cuarteles de invierno no parece una tarea fácil. En esa misma mesa utópica, Massa asegura que Máximo es mucho más moderado que su madre, nueva versión de “Cristina cansada”: hay un anzuelo para cada campaña electoral, donde es necesario engañar perejiles y pescar votos en el centro. En esa misma mesa se dice también que probablemente el oficialismo sufra un voto castigo y que la nueva generación justicialista comenzaría entonces a relevarlo. El problema es que los Kirchner siempre han logrado levantarse de esa clase de derrotas y que no lo han hecho bajando el copete, sino redoblando apuestas, y también que el peronismo ha demostrado las mismas premuras y eficacias que el general Alais en aquel alzamiento carapintada. Dentro de Pro crece una especie de “panperonismo”. Por la mala gestión de Alberto, la Pasionaria del Calafate debería ser pan comido, pero todos pueden terminar hechos pan rallado. Las elecciones son difíciles y si el kirchnerismo las gana puede aspirar a su ansiado punto de no retorno, ese accidente geográfico donde un señor feudal consagra un partido único y logra quedarse con todo y para siempre. Desconocer la voluntad y la ideología del “proyecto” y relativizar sus chances es hacerles un enorme favor a quienes tienen en agenda construir aquí el mismo modelo de neopopulismo autoritario que Bachelet y Ramírez denuncian y que nuestra cancillería protege.
© La Nación
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