Por Claudio Jacquelin
Las vacunas contra el Covid-19 no dejan de causarle sobresaltos y disgustos al Gobierno. Ni aun cuando toda la administración de Alberto Fernández se comporta como un disciplinado batallón militante (lo que no suele ser habitual) a la hora de fatigar las redes sociales para publicitar y celebrar cada nuevo vacunado, como si fuera un gol mundialista.
El Gobierno no consigue salir del barro ni despejar las muchas dudas y sospechas que rodean tanto las compras de dosis como el operativo de vacunación. Tal vez injustificada e involuntariamente (o no) los Estados Unidos acaban de salpicarlo más con ese lodo, al dejarlo fuera de la lista de destinatarios de su segunda ola de donación a países con dificultades para acceder a las vacunas. A esperar la próxima sortija.
Como suele ocurrirle a la gestión Fernández en muchos terrenos, una vez más todo parece potenciarse por la capacidad de autoinfligirse daño, al sobrevender expectativas de incierto o imposible cumplimiento y gestionar con impericia y excesos de optimismo tanto la comunicación como la aplicación de las políticas públicas de fondo. La pandemia solo exacerba rasgos.
Todo indica que la exclusión de la Argentina de la segunda millonaria donación de vacunas por parte de los Estados Unidos no es imputable al gobierno nacional, ni a los muchos problemas de distinta índole que ha tenido y sigue teniendo con los laboratorios de ese país, empezando por Pfizer.
Esta vez la desazón y el impacto sobrevino tras haber sobredimensionado y sobreactuado una supuesta relevancia estratégica de la Argentina para los Estados Unidos y la eficacia de algunos recientes acercamientos con funcionarios de la administración de Joe Biden que la beneficiarían como destino de las donaciones. Ya le pasó en el plano económico-financiero. Hay procesos de aprendizaje que no son sencillos.
En la misma línea puede inscribirse lo que en realidad implica la exclusión de la nueva lista de beneficiarios del aporte estadounidense. Las argumentaciones, súplicas y pretensiones de Fernández para que las grandes potencias modifiquen el trato hacia la Argentina y sean más benévolas con nuestros desastres (mayoritariamente autoprovocados) siguen rebotando en oídos sordos. La supuesta maldición de los países de renta media continúa vigente. El subtexto presidencial parece sugerir que nos convendría ser más pobres. Mejor no seguir haciendo esfuerzos. De continuar en la línea descendente en la próxima categorización podríamos estar entre los beneficiados.
Detrás de estos errores de cálculo se esconde una cuestión estructural de la Argentina y, particularmente de la actual administración, que se encuadra en un problema de autopercepción atávica difícil de modificar: creer que el país tiene la relevancia y la influencia internacional que alguna vez pudo tener; o la riqueza económica y el capital social de otrora. Admitir la propia decadencia no es sencillo. Pero más costoso resulta vivir de imágenes que no se condicen con la realidad. Las gaffes internacionales de la gestión Fernández no se reducen a desafortunadas citas sobre los orígenes de los pueblos o a la aplicación del inteligentómetro lombrosiano del canciller Felipe Solá para explicar el conflicto palestino-israelí.
Pfizer podría contar más
Si el más reciente (seguramente no será el último) inconveniente con las vacunas se explica en que los países con más carencias que la Argentina fueron los incluidos en el listado de destinatarios de la donación estadounidense, eso no disimula, sino que pone de relieve todos los desmanejos y opacidades que tuvieron las compras y la administración de las vacunas contra el Covid 19.
El caso de Pfizer sigue siendo emblemático, tanto como la falta de autorización para aplicar otras vacunas de origen estadounidense o la decisión de hacer una compra reducida de dosis por el sistema multilateral Covax. Paradójicamente ese mecanismo vino a ser ahora el salvavidas de última instancia por el cual llegarán los lotes de la primera donación norteamericana, que sí incluyó al país.
En las últimas semanas la relación con Pfizer parece haberse encaminado y el presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, se ilusiona con terminar de enderezarlo en la visita que iniciará el domingo por Estados Unidos, gracias a los viejos vínculos que tiene en ese país. Pero aún quedan resquemores que las medias verdades absolutorias dichas por funcionarios del Gobierno y por los ejecutivos del laboratorio no han terminado de saldar.
Los directivos de la empresa no contaron todo lo que discutieron oportunamente con las autoridades nacionales. Una de las medias verdades dichas ocultó las presiones que el Gobierno ejerció para que la vacuna se fabricara en el país (con o sin intermediarios), lo que fue rechazado por los directivos de la farmacéutica con el argumento de que dadas las características del inoculante desarrollado por Pfizer-BioNTech la transferencia de tecnología tardaría al menos dos años. Lo admiten en privado los ejecutivos. Nadie se lo preguntó directamente en público.
Después de esa exigencia rechazada aparecieron todos los demás problemas que hicieron inviable la llegada de la vacuna que más se había experimentado en el país. El contraste es elocuente con AstraZeneca, primero, y con Sputnik, después. Ambos desarrollos lograron tener la pata argentina que empresarios amigos del Gobierno facilitaron. Casualidades o correlaciones, si no causalidades.
El nuevo disgusto con las vacunas se produce, además, justo en el momento en que se demoraron otros dos embarques de las dosis de AstraZeneca fabricadas en la Argentina y envasadas en México.
El ritmo frenético de vacunación que los ministros tuiteros festejaban en las últimas semanas sufrirá un freno momentáneo. Durante el fin de semana, es posible que se reduzca a la mínima expresión en algunos distritos.
El equipo de Rodríguez Larreta está en pleno proceso recalculatorio en estas horas. Incluye esa revisión el dilema de optar entre seguir bajando las franjas etarias por vacunar o darles las dos dosis a los mayores de 50 ya inoculados con la primera.
Al mismo tiempo, se conoció otro escándalo sobre la discrecionalidad en la aplicación de vacunas. No debería sorprender. La doctrina Fernández ya estableció que “saltearse un lugar en la cola” para inmunizarse no es delito. Tampoco lo es elegir a los propios para salvar de la peste. La lluvia de vacunas prometida para la primera mitad del año ha sido una llovizna intermitente que potencia la reacción generada por cada revelación de arbitrariedades, faltas de transparencia y consagración de privilegios. Por ahora solo la cuarta parte de los vacunados en todo el país recibió las dos dosis requeridas para una inmunización duradera.
El amesetamiento elevado de la curva de contagios en el país complica aún más el panorama y la toma de decisiones sobre las restricciones por aplicar a partir del fin de semana. El contraste nacional con el pronunciado descenso registrado en la ciudad de Buenos Aires, de más de 3300 casos hace solo un par de semanas a casi la mitad ayer, aportó un nuevo elemento a la discusión entre los jefes de Gabinete nacional, bonaerense y porteño.
La vocación aperturista de Rodríguez Larreta se vio alimentada por “la evidencia estadística” en la que le gusta apalancarse al jefe de gobierno porteño. Su aspiración es ampliar en la nueva etapa las actividades escolares presenciales, prolongar el horario de cierre del sector gastronómico a las 22 horas de mínima y a las cero horas de máxima y abrir con aforo reducido. Salvo en lo que refiere a las escuelas, empezó a contar con un (tibio) aliado al otro lado de la General Paz. La presión de los acuciados comerciantes del área metropolitana es insostenible.
Las imágenes del último fin de semana en el Gran Buenos Aires mostraron la distancia que suele mediar entre las normas, la capacidad de aplicación por parte del Estado y su impacto en la realidad. La inminencia del Día del Padre refuerza las exigencias. Ayer, el jefe de Gabinete de Kicillof, Carlos Bianco, pareció propenso a no seguir atado a la ficción normativa y a aceptar la realidad que no puede modificar.
No parece quedar margen para disputas políticas que pagan los ciudadanos. Aunque la autopercepción de inmunidad a los errores y escándalos que expresa el Gobierno suele complicar las cosas.
© La Nación
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