Pericles - Autor: Philipp Foltz (Dominio público)
Por David Toscana
Supongo que no hay bienaventurados que no hayan pasado por el angustioso aburrimiento de padecer a un mal orador: maestros, curas, políticos, escritores, periodistas, intelectuales, activistas, jueces y demás personajes que, a pesar de que parte de su oficio es hablar en público, nada hacen por mejorar tal habilidad, ni por amor propio ni por cortesía.
El arte de un buen orador era muy apreciado en la antigüedad. En una carta, Plinio el Joven recomienda a un amigo que venga a Roma para escuchar a un gran retórico llamado Iseo. “Si tú no deseas ardientemente conocerlo, es porque tu corazón es de hierro y roca.” Y remata el texto con la siguiente exhortación: “Debes oír a Iseo, aunque solo sea por esto: porque tengas la dicha de haberlo oído”. Son palabras que hoy imaginamos mejor referidas a una diva del bel canto que a un orador.
Marco Tulio Cicerón escribe en su Del óptimo género de los oradores: “Óptimo es, pues, el orador que, con el decir, enseña y deleita y conmueve los ánimos de los que oyen. Enseñar, es debido; deleitar, honorífico; conmover, necesario”.
Grande y extensa es la bibliografía antigua sobre la destreza en el hablar. La retórica era piedra angular de la educación y muchos hombres alcanzaron el poder y pasaron a la historia por haberla dominado. De Pericles, uno de los grandes, escribió el poeta Éupolis:
Además de su presteza
Había en sus labios divina persuasión
Entre los oradores solo él tenía el arte
De seducir y dejarte clavado
su aguijón
Quintiliano advierte sobre aparentes virtudes que son defectos: “Al maledicente se le toma por franco, al temerario por valiente, al verborréico por elocuente”. Algo parecido escribe Plinio: “El defecto de la mayoría de oradores griegos es que confunden la afluencia con la elocuencia, y te abruman con su incesante torrente de frases tan largas como frígidas”.
También de aquella antigüedad nos llegan historias de oradores que confiaban tanto en su palabra que no sabían en qué momento detenerse. La imparable lengua de San Pablo causa la muerte de uno de sus oyentes. Esto se cuenta en los Hechos de los Apóstoles: “Pablo … alargó el discurso hasta la medianoche. Y … un joven llamado Eutico, que estaba sentado en la ventana, rendido de un sueño profundo, por cuanto Pablo disertaba largamente, vencido del sueño cayó del tercer piso abajo, y fue levantado muerto”.
Tampoco había medida en Nerón, que hablaba y cantaba sin tregua. Para poderse marchar, las mujeres simulaban dolores de parto y los hombres fingían infartos, que a veces no eran fingidos.
A Pablo y Nerón los toleraban por su autoridad, pero no cualquier improvisado tenía la osadía de dirigirse a un público, pues éste era difícil de complacer. Los presentes abucheaban si el discurso no estaba bien armado, si decían obviedades. Había burlas si se pronunciaba mal una palabra, si la voz no era clara. No había derecho a ser aburridos. Muletillas, pausas y extravíos eran cosa inaceptable.
Sin embargo la retórica no se trataba como un mero malabarismo verbal; era forma que necesitaba fondo; por eso no viajaba sola, sino que constituía una parte del trivium, junto con la gramática y la lógica. En la Francia prerrevolucionaria, donde todo se había vuelto más forma que fondo, Voltaire protestó. “Con el nombre de retórica, se enseña el arte de hablar antes que el arte de pensar”.
Otro francés que también desconfiaba de la retórica fue Montaigne. Nos dice que “Aristón define sabiamente la retórica como la ciencia de persuadir al pueblo”. Para ser precisos, Aristón dijo que la retórica es la “scientia videndi et agendi in quaestionibus civilibus per orationem popularis persuasionis”. Muy bien, pero ¿persuadirlo de qué? Con intenciones torcidas del orador, la retórica es la ciencia de engañar, subyugar, amaestrar, adormecer, conformar, emborregar, enajenar al pueblo; de dividirlo y encresparlo contra enemigos imaginarios. La palabra puede ser seductora, iluminada y bella, pero a veces es como flauta en Hamelín.
Para Montaigne es claro que la elocuencia fue protagonista del declive de Atenas y de Roma. Está dirigida a “la estupidez y la facilidad que se encuentran en el pueblo, y que lo hacen propenso a ser manejado y arrastrado por las orejas al dulce son de esta armonía, sin que llegue a sopesar y conocer la verdad de las cosas por la fuerza de la razón”.
Bien dicho, Montaigne, pero la razón no tiene tanta fuerza.
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