Por Norma Morandini |
Los cariocas que cada domingo llenan desde temprano las playas de Río de Janeiro se encontraron con una muestra impactante y conmovedora: 500 rosas en el extremo de estacas clavadas en la arena. Una por cada mil muertos por Covid. Una intervención creativa y silenciosa de la organización Río de Paz, que convirtió la habitualmente festiva playa de Copacabana en un cementerio simbólico para recordar a esos 500.000 muertos y protestar contra la desidia de Bolsonaro frente a la pandemia. “Los más necesitados están siendo golpeados de frente, están muriendo, siendo enterrados en tumbas poco profundas”, dijo el pastor Antonio Costa, presidente de la organización para explicar el propósito de la original manifestación.
El contraste y la comparación están al alcance de nuestra falta de rituales compartidos. Un país como el nuestro que carga un tiempo oscuro sin tumbas ni cruces y se muestra incapaz de manifestaciones colectivas de contrición, respeto y silencio frente al dolor y las ausencias. Los argentinos tenemos demasiados cementerios en nuestras espaldas históricas. Los más recientes del pasado de terror, contaminados por las consignas ideológicas que perpetúan las trincheras sin que podamos reconocernos hijos de la misma tragedia. Ahora, ante más de 90.000 muertes de nuestros compatriotas por Covid, lejos del silencio y la compasión por tanto dolor, desde la máxima investidura de la Nación recibimos ofensas cotidianas. Los lapsus presidenciales: en un país tan psicoanalizado no tenemos que acudir a Freud para recibir el “vayan y contágiense” como el peor deseo. El mismo inconsciente que se delata al asociar las vacunas con veneno. Siempre la muerte como deseo encubierto. Nunca la vida compartida, que es lo que ofrece la pluralidad del sistema democrático, basado en la filosofía jurídica de los derechos humanos, que nos otorga derechos ciudadanos y reserva para los gobernantes la obligación de garantizarlos: salud, educación, información y libertad de expresión.
Mandatos constitucionales que al dar a los tratados internacionales jerarquía por encima de las leyes locales encadenaron jurídicamente nuestro país a la comunidad internacional de los derechos humanos, lo que nos obliga a respetarlos, denunciar su violación y ser solidarios con aquellos que la padecen. Aceptar el argumento de la injerencia en los asuntos internos ofende nuestra más luminosa tradición, la de los pañuelos blancos que en los tiempos del terror recibieron la solidaridad y el apoyo de los organismos multilaterales y nos dejaron menos solos que lo que están hoy venezolanos y nicaragüenses que padecen persecución y viven aislados, estrategia del terror del que se sirven los tiranos. En esa incapacidad de reconocernos en el mismo dolor sin banderías políticas tal vez radique nuestro mayor fracaso de identidad, apropiada por los que confunden la nacionalidad con las preferencias partidarias y desprecian la democracia por su liberalismo, ignorando que los derechos humanos son una concepción liberal nacida de las cuatro libertades de Franklin Delano Roosevelt, libertad para pensar, para rezar, para vivir sin necesidades y sin miedo, incluidas en la Declaración Universal de 1948 por el trabajo de persuasión de la presidenta de la Comisión, Eleonora Roosevelt, quien consiguió que primara esa concepción de libertad sobre las resistencias de la URSS. La falsa tensión entre libertad e igualdad. Si me falta la libertad no puedo reclamar que falta el pan, las vacunas.
El Gobierno, al evitar cualquier condena a la violación de los derechos humanos, dentro o fuera del país, da una prueba incontestable de una concepción de poder autoritaria que viola los derechos humanos en Formosa o en cualquier lado donde el Estado está más preocupado por la perpetuación del poder y por sus vínculos geopolíticos que en protegernos la vida, independientemente de la filiación partidaria.
Perturba que tras casi 40 años de democracia se siga confundiendo Estado con gobierno y se ofusquen los legisladores oficialistas que reducen la democracia al acto de votar e ignoren que los derechos humanos nacieron para proteger a los ciudadanos de la prepotencia de los Estados. No son la concesión generosa de ningún gobierno, sino que nos pertenecen por nuestra condición de personas. Dan ganas de salir a la calle con un pañuelo blanco en memoria de los compatriotas muertos por Covid y en manifestación pacífica contra el maltrato que recibimos cada día de aquellos cuya única función es garantizar los derechos y respetar nuestra dignidad de personas. Fueron los pañuelos blancos la más original y conmovedora manifestación contra un poder totalitario y un estado de terror. Debiéramos recuperarlos por el sentido simbólico de pacificación y de “Nunca más”, el triunfo de la justicia sobre la venganza y el resentimiento. Los pañuelos que nacieron con el nombre de las víctimas son ya un símbolo que las trascienden. ¿No es hora de que los argentinos salgamos de la mansedumbre? No para llenar las calles con contagios y gritos, sino para encontrar formas creativas de identificación frente a un poder que nos niega y ofende, porque como nos recuerda Borges: “Somos la justificación de aquellos muertos; nuestro deber es la gloriosa carga que a nuestra sombra legan esas sombras que debemos salvar”.
© La Nación
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