Por Carmen Posadas |
Será por deformación profesional o por lo que ustedes quieran, pero soy una ‘yonqui’ de las palabras. Me fascinan, me admiran, algunas me emocionan, otras me producen ‘alipori’, muchas directamente me aterran. Incluso me sirven para clasificar personas. Por supuesto, por origen geográfico, preparación, edad, clase social, etcétera, pero también por tendencia política, carácter, inteligencia o estado de ánimo: dime cómo hablas y te diré quién eres.
Esta manía por las palabras me ha hecho tiquismiquis. No soporto, por ejemplo, a la gente que habla todo en diminutivo: «Qué, ¿de paseíto? ¿A tomar una cervecita con unas patatitas y luego a casita?». Ya puede quien así habla ser un cruce entre Jeremy Irons, Einstein y Mozart que para mí es un memo. Y luego están los que usan siete tacos por frase. Me cargan, pero no por malhablados, sino porque me parecen gente chata, elemental, que ignora el valor de adjetivos y sustantivos y su enorme potencial expresivo. También tengo prejuicios contra los que abusan de términos afectuosos sin venir a cuento. Hace poco he dejado de frecuentar un restorán que me gusta mucho porque la maître me llamaba ‘cariño’. «Mira, cariño, por cuenta de la casa te voy a poner unas aceitunitas y unas gambitas». Muy amable por su parte, pero entre el ‘cariño’, los diminutivos y el tuteo con solo una frase perdió una clienta. Ya ven, prejuiciosa que es una. Posiblemente esa maître sea una persona espléndida y una profesional competente, pero las palabras son tan poderosas que pueden acabar con cualquier relación.
Otra vertiente fascinante de las palabras es su capacidad para transformar la realidad. O al menos eso creen los gurús de la comunicación, maestros de eufemismos y expertos en el arte de buscar cuasi sinónimos para esas palabras que pueden complicarle la vida a sus clientes, más aún si son políticos. No es casual, por ejemplo, que de un tiempo a esta parte la palabra ‘verdad’ haya sido sustituida por el término ‘relato’. Antes un relato era una versión subjetiva de algo, ahora es directamente una descarada mentira que nadie se toma la molestia de disimular. Los eufemismos también son interesantes de estudiar. Hay palabras que casi han desaparecido de nuestro léxico, como el verbo ‘morir’. Hoy en día nadie se muere. En todo caso se fallece, que es más cursi. Aún no ha ocurrido, pero apuesto a que pronto adoptaremos el eufemismo que usan los anglosajones al hablar de tránsito tan inevitable. Ellos tampoco se mueren, «they pass away», ‘pasan’, ‘parten’. ¿A dónde? Antes solía ser al cielo, pero ahora «parten a las estrellas» o «se reúnen con los dioses», que es supercool y políticamente correcto, además.
Las palabras son muy útiles también como arma arrojadiza. Hay epítetos que tienen un efecto paralizante, como ya hemos comentado en alguna ocasión. Le sueltan a uno: «¡racista!» y queda en shock. Lo mismo ocurre con ‘xenófobo’, ‘machista’ y no digamos ‘fascista’, que es una palabra taumatúrgica que con su sola mención deja al interlocutor noqueado, K.O. Utilísimo este sustantivo convertido en adjetivo infamante porque le sirve a todo bicho viviente, sea de derechas o de izquierdas, porque actualmente fascista es todo aquel que no piensa como yo. Los gurús que creen que se puede cambiar el mundo manipulando el léxico gustan mucho también de los ‘términos tótem’. Así podríamos llamar a esas palabras bellas que ellos consideran indiscutibles, inapelables. Por eso, para quedar como una persona sensible y comprometida, recomiendan salpimentar profusamente la parla con expresiones como ‘concordia’, ‘sostenibilidad’, ‘conciliación’, ‘solidaridad’, ‘igualdad’, ‘mano tendida’… Y el truco les ha funcionado porque la gente tiende a confundir palabras con realidades. Aun así, yo que ellos me andaría con cuidado porque otra particularidad de las palabras es que se vacían por completo de contenido cuando se abusa de ellas. Peor aún, se vuelven estomagantes, por lo que no seré yo quien llore por ninguna de las antes mencionadas. Como ya les he dicho, las palabras son parte importante de mi vida y me fijo mucho en ellas. Por eso, me irrita que intenten utilizarlas para cambiar nuestra percepción de la realidad. Vana pretensión y un síntoma más del adanismo que nos infesta. Lo que esos prestidigitadores de conceptos ignoran es que, por mucho que se empeñen, no son las palabras las que modifican el mundo, sino el mundo, con sus cambios, el que acaba, poco a poco, modificando nuestro léxico.
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