Por Arturo Pérez-Reverte |
Me hizo pensar en ello una señora cuya conversación capté al paso. Me había levantado de una mesa en la Taberna del Capitán Alatriste, junto a la Cava Baja de Madrid, cuando oí decir: «Eso me recuerda a Dartacán y los siete mosqueperros». No supe a qué se refería en concreto, aunque era lo de menos. Seguí camino con una sonrisa, disfrutando de la frase. Luego me detuve en Puerta Cerrada, ante el kiosco de prensa que la tenacidad del dueño convirtió en pequeña librería callejera.
Iba a comentar con él lo de los siete mosqueperros –es un tipo leído y con humor–, pero había ido a tomar un café, me informó el negro que mendiga cerca. Compré una revista, le pagué al negro –que vigila el kiosco cuando se ausenta el dueño– y seguí mi paseo hasta la Plaza Mayor. No se me iba Dartacán de la cabeza. Quizá dé para un artículo, pensé. Y aquí me tienen. Escribiéndolo.
Hace treinta años, cuando publiqué El club Dumas, mi intención era reivindicar la novela entonces aún llamada popular frente al esnobismo elitista y estúpido de quienes trazaban líneas divisoras entre alta y baja literatura. Aquella historia de bibliófilos y cazadores de libros era y sigue siendo una especie de manifiesto contra quienes, autores y críticos enseñoreados de revistas literarias y otras Bobalias españolas, se empeñaban entonces en obligarnos a los novelistas a escribir como Faulkner y Benet, que no se les caían de la boca; en ensalzar el estilo –cuanto más aburrido, mejor– y despreciar la trama, glorificar inmensos peñazos que ellos catalogaban de alta literatura –un minimalista lapón, un birmano imprescindible– y despreciar cuanto narrase historias. Esa panda de gilipollas, los supervivientes o sus discípulos, sigue ahí, queriendo imponer su canon aunque ya nadie les haga ni puñetero caso. Pero en su momento causaron daño, haciendo desertar de las librerías a infinidad de lectores. Ahora suena raro, mas conviene recordar que por aquellas fechas, no tan lejanas, autores como Stefan Zweig, Jack London, Joseph Conrad, Somerset Maugham o Le Carré, por no hablar de Agatha Christie, Eric Ambler, Dumas o Conan Doyle, eran considerados menores, de viajes y aventuras, policíacos y tal. Morralla, vamos. O como se decía entonces despectivamente, literatura de kiosco. Y sí, ahí están las hemerotecas. He escrito Zweig y Conrad. Y muchos otros.
Pero hay que ver, y a eso iba, cómo han cambiado las cosas. El canon. O los nuevos y variados cánones de Navarone. Los grandes autores y obras de toda la vida –Dostoievski, Tolstoi, Stendhal, Mann, Dickens, Galdós– siguen ahí, naturalmente, indiscutidos e indiscutibles; pero la novela que en los años 70 y 80 los suplementos culturales consideraban de moda y altamente recomendable ni está ni se la espera: falleció de muerte natural. Tampoco el público lector es el de antes, y ahí radica una de las claves del asunto. A base de leyes educativas infames, gobernantes analfabetos, editoriales oportunistas y novelistas de la tele, las grandes obras maestras se han convertido en materia exquisita, casi críptica para algunos. Eso, que no es bueno, tiene un lado positivo: al bajar el nivel de exigencia de muchos lectores, diversos autores y obras antes considerados de segunda categoría son aceptados ahora sin complejos por el gran público. Se han vuelto textos de primera línea e incluso de moda; y a eso ayudan las adaptaciones al cine y la televisión. Sherlock Holmes, Hércules Poirot, Perry Mason, gozan de una afortunada segunda vida: se les hace al fin justicia, no sólo por los verdaderos lectores, sino por el público audiovisual de hoy, incluidos –detalle importante– quienes nunca abrieron un libro. Quizá pocos sepan ya qué personajes habitan Yoknapatawpha o Región; pero raro será que desconozcan a Arsenio Lupin, Philip Marlowe o James Bond. Es la venganza de D’Artagnan. Y si las viejas cofradías lectoras se reconocían entre sí con un Llevo mucho tiempo acostándome temprano o un Todas las familias dichosas se parecen, las nuevas generaciones tal vez intercambien hoy signos masónicos mediante ese Elemental, querido Watson que Conan Doyle nunca llegó a escribir, o un rotundo El fantasma de la Ópera existió. Quizá haya bajado el listón, pero las grandes novelas siguen ahí. Algo de ellas permanece y algo prometen. Tal vez vayan quedando pocos lectores capaces de descifrar las claves del Quijote de Cervantes, el Doctor Faustus de Thomas Mann, el V de Pynchon o el Adriano VII del Barón Corvo; pero aún hay quien, lector o no, recurre a Dartacán y los siete mosqueperros en la terraza de un bar, sin complejos, con el viejo Dumas sonriendo benévolo allá donde esté. Porque algo es algo, como dijo un calvo. Al encontrar un peine sin púas.
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