Por James Neilson |
Sigue motivando interés el planteo del historiador Arnold J. Toynbee que, a mediados del siglo pasado, dictaminó que el desarrollo de las distintas civilizaciones y comunidades nacionales depende de la capacidad de sus “minorías creativas” de responder, con la imaginación constructiva exigida por las circunstancias, a los desafíos que les toquen. Las que logran enfrentarlos con éxito, prosperarán; aquellas que por algún motivo no saben, no pueden o no quieren hacerlo, terminarán hundiéndose.
A su juicio, optan por suicidarse. Pues bien: ¿posee la Argentina los recursos humanos necesarios para sustraerse del pozo en que se ha precipitado? Por desgracia, no se trata de una cuestión meramente teórica.El consenso tanto local como internacional es que el país aún tiene en abundancia tales recursos que, desde luego, importan mucho más que los naturales, pero está adquiriendo dimensiones preocupantes un éxodo de integrantes de la “minoría creativa” que tendría que encargarse de la “respuesta” al “desafío” intimidante supuesto no tanto por la pandemia que lo ha paralizado cuanto por factores como la falta de inversiones, el desplome del nivel educativo y la escasa productividad de los sectores no agrícolas de la economía. Parecería que la única arma con la que cuenta el gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner para mantener a raya el colapso que algunos ven acercándose con rapidez es la “máquinita” de fabricar billetes coloridos que a la larga sólo sirve para generar más inflación, este mal degenerativo que, para satisfacción de los especialistas en sacar provecho de la pobreza ajena, tanto daño ha hecho al país.
Gracias a una gama creciente de vacunas novedosas que, por fortuna, funcionan muy bien, es probable que en los meses próximos buena parte del mundo haya logrado salir de la pandemia, como ya están haciendo Israel, el Reino Unido y Estados Unidos. Aunque algunos países tendrán que esperar más que otros, es de prever que, hacia fines del año, casi todos salvo los más atrasados hayan entrado en la nueva normalidad. Así y todo, para muchos, entre ellos la Argentina, recuperarse no será nada fácil.
Ya antes de la llegada del virus letal, el país sufría un conjunto de problemas estructurales muy graves que asustaban tanto a los políticos que procuraban pasarlos por alto con la esperanza vana de que, de un modo u otro, se resolverían sin que se vieran obligados a hacer nada antipático que podría costarles votos. Aquí, el negacionismo principista está tan difundido que es legítimo considerarlo la doctrina nacional por antonomasia, ya que virtualmente todas las facciones políticas comparten la miopía resultante.
Los más tenaces en tal sentido son los kirchneristas. Incluso hablar de “ajuste”, o sea, de la necesidad de reducir gastos que el país no está en condiciones de financiar, les es tabú. Por lo demás, la pandemia aportó a los militantes de La Cámpora y sus amigos lo que para ellos ha sido un buen pretexto para resistirse a pensar en lo que sería necesario cambiar para que su proyecto, si es que tienen uno, pudiera concretarse. A veces, parecería que los más influyentes, encabezados por Cristina, han apostado al fracaso porque desde su punto de vista serviría para persuadir al resto del mundo de que, en la Argentina por lo menos, no hay lugar para “el neoliberalismo”.
A esta altura, nadie ignora que no será el de antes el país que finalmente despierte de la larga pesadilla que se inició catorce meses atrás cuando, para desconcierto del gobierno, desembarcaron las hordas virales que según el entonces ministro de Salud no conseguirían cruzar la frontera. Además de truncar muchísimas vidas, la pandemia ha devastado amplios sectores económicos, sobre todo los relacionados con la hospitalidad como restaurantes, bares, hoteles, el turismo, aerolíneas y empresas de transporte. También ha interrumpido o, en demasiados casos, puesto fin a la educación formal de millones de jóvenes y ha incidido de manera muy fuerte en el estado de ánimo de casi todos, de ahí las movilizaciones de protesta contra las restricciones que el gobierno ha ordenado.
¿Estarán en condiciones los sobrevivientes de enfrentar con éxito los grandes desafíos que les aguardan? Sería bueno creer que sí lo estarán y que, como sucedió en muchos países en los años que siguieron a una catástrofe aún mayor, la Segunda Guerra Mundial, se las arreglaron para recuperar pronto el terreno perdido y poco después lograron superar en muchos ámbitos todo lo alcanzado por generaciones anteriores, pero también es posible que la sociedad se resigne a un futuro signado por la mediocridad, la miseria generalizada y el autoritarismo mezquino de caudillejos ineptos y corruptos. De ser así lo que nos aguarda, se trataría de un suicidio colectivo en cámara lenta.
Entre los pesimistas se encuentra el académico Federico Sturzenegger que por un rato fue presidente del Banco Central; en un artículo para Perfil, pronosticó que, por ser la Argentina un país ultraconservador que se ha entregado a un movimiento que combate el cambio, uno cuyos habitantes son propensos a despreciar el capitalismo con fervor eclesiástico y que, a pesar del desempeño lamentable del sector público existente, confían ciegamente en el estatismo, en 2023 el grueso del electorado se aferrará al kirchnerismo por miedo a que se instale un gobierno decidido a llevar a cabo un programa de reformas ambiciosas. En otras palabras, a Sturzenegger le parece más que probable que buena parte de la población siga rehusando adaptarse al único sistema económico capaz de impedir que una proporción aún mayor de la población del país se sumerja en la pobreza extrema, Los políticos podrían aprender del ejemplo brindado por los comunistas chinos hace casi medio siglo cuando abandonaron el voluntarismo estatista para iniciar la etapa de crecimiento explosivo que ha modificado drásticamente el mapa geopolítico mundial,
¿Hay alternativas a más de lo mismo, sea kirchnerista, peronista “racional” o una coalición del Pro, el radicalismo y algunos partidos menores que se limitaría a impulsar algunas reformas menores? Puede que lo haya; dadas las circunstancias, es lógico que bajo la superficie registrada por los medios estén soplando vientos de fronda. Los impresionados por lo que acaba de suceder en Chile, que durante años había figurado como la estrella más luminosa del firmamento latinoamericano, temen que entre los jóvenes que se sienten desheredados esté cundiendo una rebelión contra la clase política en su conjunto que en cualquier momento podría estallar.
Por razones comprensibles, los más descontentos querrán algo que sea radicalmente distinto a lo conocido, pero parecería que no saben muy bien cómo sería. Sea como fuere, si están en lo cierto los convencidos de que está gestándose un movimiento contestatario, una versión más potente del protagonizado por quienes corearon “que se vayan todos” que, luego del colapso de la convertibilidad, surgió brevemente para entonces desaparecer sin dejar rastro, el país podría entrar en una fase convulsiva sin garantía alguna de que sirviera para producir algunos cambios positivos. En cuanto a los políticos del elenco estable, siguen haciendo lo suyo. Es como si se hubieran desvinculado de la sociedad arrasada por la pandemia en que viven los demás. Manipulados por Cristina, los kirchneristas subordinan casi todo a la guerra santa que están librando contra el Poder Judicial, cuyo desprestigio debe más a la sensación de que muchos magistrados anteponen el bienestar de los delincuentes y los corruptos a aquel del ciudadano común, mientras que los demás peronistas lo permiten porque respetan la capacidad de la señora para aportarles los votos que necesitan para conservar sus cargos.
Como no pudo ser de otra manera, los hay que ven en la pandemia una oportunidad para conseguir más ventajas. Personajes como Carlos Bianco, el jefe de Gabinete del mandamás bonaerense y protegido de Cristina, Axel Kiciloff, quieren que la gente atribuya los estragos de todo tipo que ha ocasionado el coronavirus a sus enemigos políticos y, desde luego, a los periodistas no oficialistas, sujetos que a su entender están librando una cruzada furibunda contra el “gobierno nacional y popular” con el propósito de derribarlo. Para quienes piensan así, la política es un duelo maniqueo entre la vida y la muerte, el bien y el mal, de suerte que sería absurdo pedirles prestar atención a las opiniones de quienes, según ellos, son partidarios del virus asesino.
Por su parte, los integrantes de la principal agrupación opositora se dividen entre los resueltos a asumir posturas duras, por suponer que de lo contrario no les será dado frenar la ofensiva kirchnerista contra la Justicia, y aquellos que hacen gala de su moderación y prefieren dar la impresión de estar dispuestos a pactar con el oficialismo con tal que los militantes kirchneristas desistan de erosionar las instituciones democráticas que, a pesar de todo lo ocurrido en los años últimos, siguen intactas. Asimismo, muchos opositores al gobierno de los Fernández están más interesados en las vicisitudes de una interna confusa que gira en torno al rol que debería desempeñar Mauricio Macri en Juntos por el Cambio que en tratar de formular propuestas viables para el país cuando se haya superado la pandemia.
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