Por Loris Zanatta |
Soy un poco astuto, sé moverme, admitió el papa Francisco en una famosa entrevista en los albores de su pontificado. No lo dudo. ¿Qué jesuita sería de otra manera? Más: “Nosotros debemos iniciar procesos, más que ocupar espacios”. Su reciente declaración sobre la propiedad privada, “bien secundario”, la enésima sobre el mismo tema, me recordó aquellas palabras.
Conozco las explicaciones, las escuché mil veces. La primera es que todo está ya en la doctrina social de la Iglesia, en la Rerum Novarum y en la Centesimus Annus. En fin, tanto ruido por nada. La segunda es que Francisco habla urbi et orbi, es provinciano pensar que se refiera a la Argentina. Por lo tanto, nada une sus palabras con aquellas con las que el presidente Fernández lanzó una velada amenaza al principio de propiedad privada. ¡El que lo piense es pobre de espíritu! La historia no se ve a través del ojo de la cerradura.
Puede ser. Pero al mirar por el agujero, a veces se vislumbra algo, y hasta en el restaurante gourmet alguien pela las papas en el trastero. Es así para los simples mortales, también lo es para el Santo Padre. Me explico. Es cierto que el Papa no ha dicho nada nuevo sobre la propiedad privada. Pero tanto en la vida como en la comunicación hay modos, tonos, tiempos, contextos. Doy un ejemplo. Los católicos conservadores lo acusan de no protestar contra el aborto. Todo el mundo, ha aclarado repetidamente el Papa, sabe lo que dice la Iglesia al respecto. Cierto. Pero también sobre la propiedad. Entonces, ¿por qué machacar el concepto a costa de sonar repetitivo? Se ve que le importa subrayarlo.
No es todo. Hay maneras y maneras de hablar de ello. Cualquiera que estudie el pensamiento de los papas y lea las homilías y los discursos de Francisco no puede dejar de notar ciertas peculiaridades. De hecho, una cosa es reconocer, como sus predecesores, virtudes y abusos de la propiedad privada. Otra cosa muy distinta es pasar por alto las primeras, casi ausentes en su magisterio, e insistir en los segundos. Cambie el acento de una palabra y cambiará el sonido; a veces incluso el sentido. No es sorprendente. La doctrina social de la Iglesia nació del catolicismo europeo. Estaba en guerra con la modernidad, pero impregnado de sus efectos, negativos a sus ojos, pero positivos para millones de seres humanos. La propiedad privada fue un pilar de esos progresos. De ahí el prudente esfuerzo por imponerle límites sin negarla: una doctrina realista, pragmática, reformista. El catolicismo bergogliano, en cambio, como la mayor parte del catolicismo latinoamericano, conserva una vena mesiánica.
Será porque la cristiandad implosionó en Europa en el siglo XVI mientras sobrevivió en América Latina durante siglos, con su bagaje de unanimismo político y religioso. Que por eso la cultura del crecimiento y la mentalidad secular maduraron en el “viejo” continente y no encontraron terreno fértil en el “nuevo”. El caso es que las diatribas del Papa contra el dios dinero, las leyes del mercado, el “sistema” demoníaco, no evocan a los reformadores católicos de los siglos XIX y XX, sino más bien al profetismo milenarista de los orígenes. Su apelación maniquea a un mundo dividido entre ricos y pobres evoca la furia vengativa de esa tradición. Los comunistas, explicó, copiaron el cristianismo, y tiene razón. Pero hay variaciones del cristianismo que ningún comunista pensaría en copiar.
¿Y la Argentina? ¿El Papa realmente la dejó a un lado? Tendría buenas razones para hacerlo. El pontificado está en aprietos, la aclamada “revolución” dejó el paso a la resaca, el entusiasmo al desconcierto, la estrategia al caos, la unidad a la fractura. Pensar que por eso descuide a su país, sin embargo, es ingenuo. Solo aquellos que no conocen su historia, esperanzas, pasiones expresadas durante toda la vida pueden creerlo. En realidad, el aparente desprendimiento de los últimos tiempos suena a advertencia y castigo: aunque fuera anunciada, no podía no cobrar un precio por la ley del aborto, un “escándalo” para el “pueblo” y su “cultura”. De ahí la foto fúnebre junto al Presidente tras la audiencia que le concedió. ¿Y qué? Citarse a uno mismo es vulgar, pero no tengo otro remedio: “Para expiar la ofensa –escribí entonces– el Gobierno (...) encontrará la manera de castigar a los ricos invocando a los pobres”. Tal es el significado del minueto sobre la propiedad privada. Se acabó la licencia, de regreso al redil, a las vías del “ser nacional”.
En conclusión, dos consideraciones. La primera es que pensar en combatir la pobreza atacando la propiedad privada es como intentar apagar un incendio con gasolina. ¿Cuánta evidencia más se necesita para admitirlo? Lo entendieron incluso los regímenes comunistas, donde la introdujeron y millones de personas salieron de la miseria, el camino opuesto al de la Argentina, tachonado de controles y nacionalizaciones, coacciones y expropiaciones. Pero al Papa le importa más luchar contra la riqueza que erradicar la pobreza. Rafael Tello, uno de sus teólogos favoritos, no lo ocultaba. Los pobres son para ellos el arquetipo de la pureza que la prosperidad contamina, el eterno menor al que vela la santidad del pastor, el alma inocente que conserva la piedad cristiana corrompida por la mundanalidad.
La segunda consideración es que las palabras del Papa no producirían el fragor que producen cada vez en la Argentina si no fuera por el peso que les dan medios y políticos, intelectuales y sindicalistas, movimientos sociales y deportistas ilustres. En esto radica la hegemonía de la “nación católica”. Y también, en mi opinión, el lastre que pesa sobre el desarrollo de un país donde la política y la economía no se emanciparon de la teología. Sabias para unos o infaustas para otros, inofensivas para la mayoría, en otros lugares esas palabras fluyen como agua sobre roca, como conceptos bien conocidos cuya complejidad incumbe a la esfera política, a la democracia.
En la Argentina, no. En la Argentina, todos aspiran a exhibir el certificado de aprobación de la Iglesia, la marca de fidelidad a los principios nacionales y populares de la catolicidad. Es un guion antiguo pero aún vigente, que en las últimas dos décadas impulsó a los antikirchneristas a “usar” a Bergoglio contra Kirchner y a los kirchneristas, contra Macri, y así sucesivamente en todos los niveles, federal o provincial, presidencial o legislativo. ¿Resultado? El Papa se erige así como juez y árbitro, dicta la agenda y fija su perímetro, mueve peones e “inicia procesos”. Soy un poco astuto, dice el Papa, sé moverme. Es verdad, chapeau. Tanto, que yo también estoy aquí escribiendo sobre eso.
© La Nación
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