Por Loris Zanatta |
La campaña de vacunación avanza a paso de tortuga. Por todos lados se oyen acusaciones y coartadas, reclamos y justificaciones, ataques y contraataques. El Gobierno está en el banquillo, pero no puede quejarse: suya es la responsabilidad, suyas las expectativas desatendidas. Es fastidioso recordarlo, pero apenas ha pasado un año de las famosas filminas, poco menos desde que el Presidente anunció triunfal el acuerdo con AstraZeneca: ¡la Argentina iba a liderar la cruzada contra el virus! Pensándolo ahora, en verdad sí hay de qué sonrojarse. El tiempo no perdona. El príncipe debe ser amado y temido, escribió Maquiavelo, nunca caer en el ridículo. ¿Quién volvería a respetar su autoridad?
La lección debería haber aconsejado prudencia y humildad. Sin embargo, ¡cuántas promesas vanas desde entonces! Llevar a los ciudadanos de las narices es peligroso. Burlarse de otros países, autodestructivo. Pero es un viejo vicio peronista. Hace mucho, cuando la Argentina tenía sus graneros llenos y el mundo hambriento llamaba a sus puertas, Miguel Miranda, el zar económico, utilizó el trigo como arma política, apretando a medio mundo. Los que se sintieron acogotados se la guardaron, y la arrogancia pronto presentó la factura.
Si el Presidente hoy se enfrentara a las cámaras, varita en mano para ilustrar los gráficos, tendría que explicar por qué solo el 6% de los argentinos recibió las dos dosis de vacuna frente al 29% de los uruguayos –a los que desairó–, el 41% de los chilenos –los más atacados–, el 39% de los estadounidenses –también criticados–. Por no hablar de otros. ¡No son números, son vidas! ¿Era oportuno dar sermones al mundo?
No se trata de juzgar, lo harán los electores, sino de entender los errores para evitarlos en el futuro. Es así en todas partes: ha habido muchos bandazos con el Covid y muchos países prósperos y organizados no tienen nada de qué jactarse. Por eso son necesarios diagnósticos francos, por desagradables que suenen. Al respecto, creo que si la Argentina está con el agua al cuello, si tiene tantas dificultades con las vacunas, hay causas profundas y antiguas, elecciones equivocadas pero reiteradas, caminos sin salida pero nunca abandonados. Caben en cuatro palabras: confianza, autarquía, burocracia, teología.
La confianza es la más intangible, pero también la más relevante. Un ejemplo: el exministro de Salud explicó la falta de acuerdo con Pfizer. Estábamos dispuestos a grandes concesiones, declaró. Pero nada, no alcanzaron, su firma no los conformó. Indignado, se cree víctima de una injusticia, una conspiración. Pero ¿no será una forma distorsionada de mirar el mundo? ¿No sería mejor preguntarse cómo el mundo ve a la Argentina? Tal vez descubriría que el interlocutor desconfiaba, que el Gobierno paga un déficit de credibilidad fruto de un largo historial de defaults, abusos legales, nacionalizaciones humorales, presiones a vecinos, ofensas diplomáticas. ¡Cuántos Mirandas en la historia argentina!
La autarquía es la crónica pretensión de autosuficiencia, de tener un destino manifiesto, una misión providencial. De ahí la obsesión por liderar bloques latinos y terceras posiciones, grupos de Puebla y Patrias Grandes, para “liberar” el continente y “redimir” al pueblo. Una vocación imperial para sublimar un complejo, una identidad no resuelta. Su corolario es el infantil nacionalismo que alimenta pensamientos nacionales, institutos Patria, cátedras nacionales, todos nombres de un léxico falangista al que todo le parece “colonial”. Su última expresión, la “batalla por la carne” del Gobierno, evoca la batalla por el trigo de Mussolini, la gran zafra de Castro; revela una idea grotesca y trivial del mundo, donde la interdependencia es vital y la autarquía, suicidio. Así, los países más abiertos acceden a las vacunas gracias a las redes de amistad y cooperación construidas a lo largo del tiempo y la Argentina sufre el aislamiento cultivado con meticulosidad. Como ya pasó muchas veces, el máximo de soberanía retórica produce el mínimo de soberanía real: quien puede cruza las fronteras para vacunarse donde se pueda.
La burocracia se explica por sí misma. Instrumento clave del “destino nacional”, el Estado es el botín político de pandillas sindicales, tierra de conquista de clientelas electorales, fondo común de movimientos sociales y corporaciones empresariales. Su tamaño es inversamente proporcional a su eficiencia; su costo, a su utilidad. Más que para el buen gobierno, sirve para perpetuarse en el poder. Cuando el fuego arde y el peligro acecha, como ahora, es demasiado tarde para remediarlo. Hay Estados mucho más delgados y baratos que vacunan más y mejor.
Por último está la teología. Noble disciplina, no merecería un juicio severo si no fuera porque el triunfo de la “nación católica” la ha elevado a árbitro de todas las demás, de la política a la economía, de la educación a la administración. Su hegemonía es tan abrumadora que pasa desapercibida. Movidos por la impaciencia ética o por la piedad iracunda, entregados a las buenas intenciones más que a las intenciones realistas, ansiosos por ganarse el certificado de fidelidad a la “cultura del pueblo” que todo lo legitima y sacraliza, los gobiernos nacional- populares gastan más de lo que recaudan y distribuyen lo que no producen, celebran la santa pobreza y combaten la prosperidad. ¿Productividad, sostenibilidad, competitividad, fiabilidad? Palabras prohibidas, pecados materialistas, “paradigmas tecnocráticos” ajenos a la idiosincrasia nacional. ¡Que nadie se sorprenda de que no haya con qué comprar vacunas, de que pocos acepten los pagarés argentinos!
Enemiga del comercio y desdeñosa hacia el dinero, consagrada a los héroes y los santos, la Argentina nacionalista se embelesa en su superioridad moral. ¿Las vacunas? Solidarios y desinteresados, los hermanos en la fe, los amigos ideológicos, los Putin o los López Obrador, ayudarán. Mientras tanto, el tiempo pasa, la tortuga avanza despacio, el regreso a la vida es un espejismo. Tal vez, además de ser más eficaces y funcionales, las “cínicas” sociedades comerciales, las “egoístas” economías de mercado, las “individualistas” democracias abiertas sean también más morales, más atentas a la vida de las personas. Reconstruir la confianza, abrirse al mundo, racionalizar la administración, secularizar la vida pública: un buen programa para no repetir errores.
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario