Por Pablo Mendelevich |
El hecho de que la familia Kirchner y Alberto Fernández tengan apreciaciones divergentes sobre cómo tratar a Patricia Bullrich no sólo confirma la incompleta coordinación que existe entre los socios de la coalición gobernante. Lejos de ser un asunto protocolar habla de un endeble marco democrático.
Hace una semana, al sentirse agraviado por Bullrich y anunciar que la demandaría debido a la denuncia que ella hiciera con relación a las negociaciones con Pfizer, Fernández la trató como dirigente política significativa. Más aún, con inusual precisión dijo que se había sentido inadmisiblemente difamado por “la presidenta del principal partido de la oposición”. Un destello de institucionalidad iluminó el ring.
En cambio, el Kirchner más locuaz de esta hora, Máximo, la tiene a Patricia Bullrich por “un personaje menor” a quien ni siquiera debe atenderse. Así la calificó en Merlo, donde fue a visitar el vacunatorio de un geriátrico acompañado por el gobernador Axel Kicillof y le preguntaron qué opinaba de lo que la dirigente del Pro había expresado sobre el tema Pfizer. “Se le da mucha entidad a un personaje menor que busca llamar la atención”, dijo el jefe de los diputados oficialistas, poco después de que el Presidente anunciara con aspavientos la decisión oficial de acudir a la Justicia para demandar a Bullrich.
Del tema en sí, es decir de la supuesta exigencia de que hubiera un socio local para canalizar “retornos”, algo que habría dinamitado las negociaciones con Pfizer (la compañía desmintió casi de inmediato a Patricia Bullrich), así como del honor mancillado del Presidente y de la sospecha de que fueran actos de corrupción lo que trabó el abastecimiento de vacunas, ni una palabra. Le pareció más apropiado deslegitimar a la denunciante, ningunearla, como se dice en forma coloquial. Alrededor del ochenta por ciento de sus expresiones, según es costumbre, Máximo Kirchner primero las consagró a descalificar a Macri, llamarlo egoísta, rencoroso, causante de un desastre económico que por su culpa hasta hoy se arrastra. Pero le quedó tiempo para celebrar la política y sentirse un verdadero transformador. “Esto es lo más lindo de la actividad política como herramienta de transformación -dijo al comentar su satisfacción con el vacunatorio que visitaba-. Mientras muchos trabajan diariamente por los demás hay otros que tuitean y generan cizaña”.
Eso sí que es poder de síntesis: en apenas un párrafo llamó “actividad política” al Estado que ejecuta un plan de vacunación. Y asimiló la épica transformadora de una Nación (“lo lindo de la política”) con inocular vacunas contra el Covid. Modesta cruzada en términos de destino nacional. Encima erosionada por la escasez de dosis y por el defectuoso plan vacunatorio, ítems que pasó por alto.
Pero volvamos a la categorización presidencial. Cualquiera sea el grado de simpatía que se tenga por Patricia Bullrich, sus credenciales partidarias no parecen materia opinable. Guste o no ella es quien preside el Pro (desde febrero de 2020). Bien lo dijo el Presidente. No hay duda de que el Pro es muy gravitante en el país desde el momento en que Macri, quien gobernó hasta 2019 (y resultó el primer presidente no peronista que completa el mandato desde que existe el peronismo), es el fundador de ese partido. Tal vez sí sea opinable llamarlo “principal partido de oposición” en base al hecho de que el Pro lidera la coalición Juntos por el cambio (usando otro criterio clasificatorio los radicales podrían decir que ellos gobiernan más provincias, más intendencias y tienen más senadores).
Está visto que en un sistema bipartidista, como el que escenificó en los setenta la reconciliación de Perón y Balbín, era más fácil apreciar la talla de los partidos políticos que en un sistema en el que dominan dos alianzas. Basta recordar que la que está en el Gobierno, integrada por 19 partidos (incluidos tres partidos comunistas) tiene al Justicialista como cabecera, pero en los hechos el rumbo del Gobierno se centrifuga en el interior de la fórmula presidencial monopartidaria. En otras palabras, el Partido Justicialista es claramente el más importante del oficialismo, pero quien manda resulta ser a todas luces la vicepresidenta, líder de una facción inorgánica que los analistas corporizan como “instituto”, el Instituto Patria.
La institucionalidad argentina es ocasional, sujeta a las necesidades de la política, debilidad que no por conocida resulta menos gravosa. El episodio Pfizer, de merecido protagonismo, no sólo se refiere, entonces, al problema sustancial de las vacunas sino que desnuda las incongruencias político-institucionales del medioambiente. Faltan vacunas, pero también falta democracia.
Imaginemos por un momento qué pasaría en uno de los países que tienen democracias con sistemas políticos sólidos si la máxima autoridad del principal partido opositor denunciara corrupción en la compra frustrada de un insumo fundamental, en el que a la población le va la vida. Sería un cataclismo político. Habría consecuencias de todo tipo. Acá no: todos los comportamientos al cabo resuenan individuales, incluso discrecionales, también de quien denuncia y de quien se concibe denunciado y reacciona. La representación partidaria se pierde como una mención ocasional, porque probablemente estuvo destinada a fortalecer la idea tan repetida de que el país tiene la mala suerte de haberle tocado una oposición mediocre, rastrera y denuncista.
La denuncia de Bullrich fue un escándalo, sí, pero meteórico, casi como una pelea entre figuras de televisión. El Presidente informó que emprendería un juicio civil, hasta dijo a quién le iba a donar el dinero que eventualmente cobrase por los daños y perjuicios. Y nombró abogado. Pero la ira se ve que se aplacó. Transcurrida una semana, hasta el cierre de esta nota no se tenía conocimiento de presentación judicial alguna ni Bullrich había recibido algo más que una carta documento de Ginés González García que pedía que se rectificara o se ratificara.
Tampoco Bullrich amplió su denuncia, si bien aclaró que al ser entrevistada por Luis Majul en LN+, origen de la reacción presidencial, no había hablado de coimas sino de un mecanismo de corrupción basado a la manera kirchnerista en la incorporación de un socio local. Como la versión se refería a tratativas con González García y daba por enterado al Presidente, es comprensible que éste se ofendiera. “Nunca fui cuestionado por haber cometido un acto ilícito o un acto que me enriquezca”, dijo Fernández, ofuscado. Pero si es por la verosimilitud a priori de la denuncia el contexto no está a su favor. Primero, porque su gobierno tiene un ala dedicada, con su bendición, a avanzar en la colonización del Poder Judicial para que la familia Kirchner (y exfuncionarios kirchneristas) zafen de las causas por corrupción en curso, en varias de las cuales las pruebas sobran. El Presidente podrá ser impoluto, pero apaña la insólita pretensión de impunidad de la vicepresidenta, lo que sugiere, como mínimo, que en su criterio la corrupción no debe ser investigada cuando los sospechosos están del lado de uno.
Y segundo, porque el Gobierno nunca consiguió explicar con claridad por qué la Argentina, a diferencia de tantos otros países, se quedó sin vacuna Pfizer. Pregunta que no parece destinada a tener corta vida.
© La Nación
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