Por Almudena Grandes |
Algunas veces, yo también cedo al desánimo de pensar que nada volverá a ser como antes.
Pero esta mañana, al abrir el balcón, he respirado un aire conocido, y más que conocido, familiar, y más que familiar, conmovedor. ¿Qué hago yo aquí?, me he preguntado, ¿qué hago en pijama, perdiendo el tiempo, mirando el móvil? El aire del último sábado de mayo tampoco lo entendía. Su estupor, tan profundo como el mío, me ha enseñado que, tal vez, algunas cosas no volverán a ser iguales, pero otras no cambiarán jamás.
Esta mañana, yo debería haber hecho las cosas deprisa. Madrugar en sábado para desayunar en un momento, sentarme a escribir este artículo sin perder de vista el reloj, ducharme, vestirme y salir a escape de casa para comprobar que, una vez más, me he equivocado al escoger mi ropa y voy a tiritar de frío, o a asarme de calor, dentro de la caseta. Esta mañana, yo debería estar caminando hasta el Retiro después de haber estudiado el plano de la Feria para calcular por qué puerta me convendría entrar en el parque, pero aquí estoy, en pijama, haciendo las cosas despacio, a solas, en mi mesa. Muriéndome de asco por segundo año consecutivo.
Hoy no me encontraré a viejos amigos, no abrazaré a personas queridas a las que no veo desde hace meses, no tendré qué decidir en qué quiosco, ni con quién, me sentaré a tomar algo después de la firma, no me expondré al feliz desbarajuste de todos mis propósitos, no comeré cualquier cosa en una barra abarrotada o en la última mesa libre de un restaurante que está a punto de cerrar la cocina, ni podré dormir la siesta encima de unos cartones tirados sobre la hierba del parque, el placer supremo de tantos y tantos años que en éste me faltará, como me faltó hace 12 meses. Hoy no terminaré el día agotada. No arrastraré mi derrota por el suelo del paseo de coches, no me tentará la última cañita dentro o fuera de la verja, no acabaré cenando con amigos en cualquier esquina de Menéndez Pelayo, ni tendré que esperar media hora antes de distinguir una luz verde encendida sobre el techo de un taxi, ni me desplomaré en la cama, muerta de cansancio, al llegar a casa. Y lo que es mejor, pero sobre todo mucho peor, mañana no habrá cambiado nada. El domingo será tan lento, tan casero, tan ocioso y descansado como el sábado.
Siempre me ha gustado la Feria del Libro de Madrid, pero nunca hasta ahora habría creído que me gustara tanto. Año tras año, he echado las mismas pestes que los demás, esto es una paliza, es demasiado largo, sobra un fin de semana, vamos a acabar todos alcoholizados, y mañana más, y dentro de siete días otra vez lo mismo, y encima las fiestas, y las presentaciones que coinciden con las firmas, todo el día corriendo para llegar tarde a todas partes, un cuerpo humano no aguanta esto, etcétera, etcétera, etcétera. Todo eso he dicho yo, año tras año. Lo recuerdo ahora, en estas semanas tan rigurosamente descansadas, y lo echo tanto de menos que esta mañana, al abrir el balcón, me han entrado ganas de ponerme a llorar.
A otras personas, el aire de una mañana de primavera les contará otras historias para sembrar en ellos nostalgias diferentes, sabores, olores, canciones, el estruendo de la pólvora, el hormigueo de unos pies que se duelen de no bailar, el brillo de unas fogatas que arden en la playa. Si es así, todas esas personas habrán aprendido, delante de un balcón abierto, que cuando termine este odioso paréntesis que nos mantiene inmóviles, congelados y ociosos como víctimas de una maldición inmerecida, volverán el ajetreo y el cansancio del que hemos echado pestes tantas veces.
En el futuro, tal vez existan cosas, fechas, fiestas, acontecimientos, que no lleguen a recuperar el carácter que poseían antes de que lo arruinara la pandemia. Tal vez algunas tradiciones, incluso muy antiguas, puedan llegar a verse afectadas en mayor o menor grado por estos dos años de ausencia. Me extrañaría, pero no puedo saberlo. Lo que sí sé es que, dentro de un año, el último fin de semana de mayo, los dos primeros de junio, no se parecerán en nada a los que estoy viviendo en 2021.
Sé que, en 2022, volveré a dormir la siesta sobre unos cartones, encima de la hierba, detrás de las casetas.
Eso me ha contado el aire, esta mañana.
© El País Semanal
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