Por Fernando Savater |
Como el caballo hizo al hombre, nos han llegado nombres de equinos memorables: el mitológico Pegaso, afeado por unas alas incongruentes, Babieca, que con el Cid muerto cargó contra el enemigo, el sufrido Rocinante, metafísico por anemia, Copenhague, cabalgado por Wellington en Waterloo, Nihilista, al que iba a montar Sissi cuando fue asesinada por...un nihilista, etc.. Y Bucéfalo. Negro, violento, con una mancha blanca en la frente en forma de cabeza de toro que le dio nombre, costó trece talentos a Filipo de Macedonia, que pronto se arrepintió al verle cocear lanzando dentelladas a quien se le acercaba.
Nadie podía montarlo y Filipo decidió devolverlo. “Lástima, es magnífico”, dijo un adolescente de apenas 15 años acercándose sin temor. Había notado que el corcel se asustaba de ver su sombra y lo volvió hacia el sol. Con la sombra detrás se fue calmando y el muchacho se subió de un salto a su grupa. “¡Corre!”, ordenó; se perdieron a lo lejos en un galope incontenible.
El rey quedó intranquilo hasta que les vio volver a lo lejos, envueltos en una nube de polvo. Luego abrazó al joven jinete con lágrimas en los ojos: era Alejandro, su hijo. Sólo él montó a Bucéfalo y ni las feroces batallas ni las orgías de la paz pudieron separarles.
Bucéfalo murió muy viejo durante la campaña de Alejandro en Asia, en la batalla de Hidaspes contra el rey persa Poros. Su jinete fundó una ciudad en su honor, Alejandría Bucéfala, y le enterró en una tumba espléndida, borrada por el tiempo.
Ahora un animoso explorador alavés dice haberla encontrado cerca del río Jhelum, en Pakistán. Si se confirma el hallazgo, intentaré ir a verla cuando pueda viajar. O volveré a Plutarco: he visto muchos caballos y me imagino a Bucéfalo.
© El País (España)
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