Por Félix V. Lonigro (*)
Cuando en 1748 la vieja Europa vio nacer El espíritu de las leyes, su autor, Charles de Secondat, barón de Montesquieu, probablemente ignoraba que la historia lo identificaría por siempre con la revolucionaria teoría de la “división de poderes”, y mucho más aún que, 273 años más tarde, una populista expresidenta de un país al que en aquel año le faltaban 62 para nacer, cuestionaría su revolucionaria teoría por arcaica.
Un sistema republicano está fundado en la renovación periódica de autoridades, en la división de órganos y funciones, y en la independencia del Poder Judicial. Un Estado de Derecho se caracteriza porque el accionar de los gobernantes se ajusta a los parámetros preestablecidos por una ley fundamental y suprema, como lo es una Constitución, cuyos términos constituyen el contenido del Contrato Social del que hablaba Rousseau.
Pues ni un sistema republicano ni un Estado de Derecho son del agrado de gobernantes populistas a los que les molestan los límites, y para los cuales la legitimidad democrática de origen que les confiere el voto popular es lo que los convierte en soberanos representantes del pueblo, a cuyos integrantes prefieren pobres, ignorantes y fanáticos para poder extorsionarlos, engañarlos y someterlos.
Cristina Fernández ha expresado en muchas ocasiones su desagrado cuando los jueces, aplicando e interpretando la Constitución Nacional, pusieron límites a su accionar. Los ha denostado por no tener esa referida legitimidad democrática de origen; les ha pedido que, si desean gobernar, formen partidos políticos y se sometan a la voluntad popular; y ahora, escandalosamente, ha incurrido en el delirante exabrupto jurídico de afirmar que la sentencia reciente del Máximo Tribunal constituye un “golpe institucional”.
Mientras tanto el Presidente, absolutamente mimetizado con su mentora, repite algunos de esos argumentos, afirma que la Corte con sus sentencias genera la “decrepitud” del derecho, y amenaza con hacer lo que quiere más allá de cualquier decisión judicial.
Estas reacciones exceden el simple cuestionamiento a una sentencia o a un tribunal, porque en realidad representan un rotundo reproche al sistema republicano de gobierno y al Estado de Derecho. Gobernantes para los cuales el origen del poder supremo no es otro que el voto popular que los legitima, para quienes la teoría de la división de poderes e independencia del Poder Judicial es vetusta, para quienes una sentencia dictada por el máximo tribunal de justicia equivale a un golpe institucional, para los que todo aquello que debe funcionar en forma independiente conforma un bloque de “contrapoder” del pueblo, son ideológica y definitivamente autócratas. No autócratas antidemocráticos, porque creen en la titularidad del poder en el pueblo, pero sí autócratas antirrepublicanos, porque les molesta todo aquello que no pueden controlar: jueces, fiscales y periodistas.
De algún modo no está mal que esta ideología autocrática se ponga de manifiesto con frases y reacciones bien claras y contundentes, porque tal vez así, a la hora de votar en las próximas elecciones, ya no solamente ingrese en el análisis popular la gestión de un gobierno en la pandemia, la situación económica o la inseguridad, sino también la compulsa de dos ideologías diferentes dentro del contexto de la democracia: la de quienes valoramos el ejercicio del poder sujeto a los límites constitucionales y republicanos, y la de quienes, como “los Fernández”, tienen una visión autocrática de la cosa pública, caracterizada por la intolerancia a cualquier límite al ejercicio del poder, sea cual sea su origen.
(*) Abogado constitucionalista. Prof. Derecho Constitucional UBA
© La Nación
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