Por Javier Marías |
En esta época de pandemia y semiconfinamiento, casi todas las mañanas doy el mismo paseo o parecido. Para no aburrirme en exceso de la reiteración, me ha dado por contar cuántos perros veo y cuántas personas sin mascarilla o con ella bajada, a lo largo de hora y cuarto más o menos. Y con ambos cómputos me quedo atónito, porque suelo divisar entre 40 y 50 caninos en ese espacio de tiempo, y rara vez menos de 20 individuos destapados, cuando el embozo es obligatorio (no cuento los de las terrazas, por cierto, que también deberían permanecer cubiertos salvo para dar sorbos o bocados).
Algunos se echan un pitillo (soy fumador, pero no en la calle desde que nos llegó el virus), otros se comen una palmera o un plátano, o beben, o hablan por el móvil o se limitan a mirarlo, otros se destapan porque les da la gana, otros trotan o pedalean o son franceses, otros pasean un perro o varios y se sienten protegidos por esas deidades. La locura con estos animales es rara. Antes solía haber alguna gente con perro; ahora parece uno un canalla si no posee el suyo, o mejor tres o cuatro. Una estadística que leí hace años decía que en el país había unos 8 millones de ellos, uno por cada cinco españoles. Los paseadores están esclavizados (claro que luego abandonan a unos 200.000 al año), los chuchos esclavizados y desquiciados porque viven encerrados en pisos exiguos, y aquellos les hablan a estos como si fueran niños: “Salomón, ¿cuántas veces te he repetido que no te metas por ahí?” No se dan cuenta de que, por veces que se lo hayan dicho, Salomón no entiende ni tiene memoria. Oye como nosotros oímos sus ladridos.
Dado que mi paseo es por el Madrid de los Austrias, me distraigo escuchando a los guías que les explican a los turistas cosas de la historia de España. Ignoro si son “titulados”, por decir así, o espontáneos que se buscan la vida. Vaya mi respeto por quienes intentan ganársela como sea, en estos tiempos menesterosos. Pero en ocasiones me invade la estupefacción al oír las trolas que cuentan a sus guiados, con tendencia a lo macabro, y el lenguaje que emplean. Y me pregunto si los turistas se creerán lo que les sueltan y si se marcharán satisfechos de haber aprendido algo de nuestra historia. Probablemente, dado que la ignorancia es hoy “transversal” y transfronteriza. Lo que más risa me da (risa interna) es cómo ciertos guías se la relatan (no todos, hay buenos profesionales). Hoy está mandado que cualquier lección sea “accesible”, “divertida” y “desenfadada”, así que han llegado a mis oídos perlas como esta: “Bueno, bueno, bueno: los Austrias eran los tíos más egoístas y cabrones que os podáis echar a la cara, bros”, como si su público fueran adolescentes pandilleros negros americanos (y no: eran españoles adultísimos). Dejando de lado la imposibilidad de echarse hoy un Austria a la cara, con esas supercoloquiales palabras el hombre se había cargado de un plumazo, entre otros, a Carlos V y a Felipe II. Observo que todos se ponen las botas con Carlos II: “Encima eran unos tíos que se casaban con primas, sobrinas, medio hermanas, y ya sabéis que eso da churumbeles muy chungos. ¿Y cuál es la primera obligación de un rey?” “Tener descendencia”, apunta una turista. “Exacto: los churumbeles. Pues les salían cada vez más raros con eso de no renovar la sangre, y la cosa se les puso tan cruda que un día el heredero fue este”. No falla: los guías portan unas láminas, y aquí exhiben la del retrato que, si mal no recuerdo, le pintó Carreño de Miranda al Hechizado. “Qué pintas, no es raro que lo llamaran El Hechizado con esta jeta” (sin reparar en que a veces, entre sus “discípulos”, hay alguien que se parece no poco a Carlos II). “Este fulano torturaba animales de niño y estaba como una chota, un inútil completo. Pero como había que salvar la dinastía, la Casa Real se empeñó en que preñara a alguien. Y digo yo: ¿no os parece que con este ejemplar más valía que dieran la dinastía por podrida? Así que le ponían mujeres a huevo, a ver si había suerte. Pero claro, el muchacho no era fértil, vamos, que no se le levantaba, también en eso un desastre”.
En la Plaza de la Villa, donde cuenta la leyenda que estuvo preso en una torre el rey de Francia Francisco I, adornan el episodio con truculencias imaginarias. “Aquí se les tenía tanto asco a los franceses, que nos invadieron, que a este rey, en su cautiverio, le arrancaban las uñas de los pies en cuanto le crecían, y los carceleros le decían con risas: ‘Te va a costar caminar con gracia sobre tus alfombras, cuando regreses’. Muy hijos de puta, los carceleros”. También he oído una iluminadora disquisición sobre el herreriano: “Esto es de estilo herreriano, que es el estilo de El Escorial y del Ministerio del Ejército del Aire, que es del siglo XX. ¿Qué quiero deciros con esto? Pues que se convierte no ya en el estilo nacional, sino en el imperial, porque España era un imperio cuando se edificó El Escorial”. Los turistas asentían y eso fue todo.
Insisto: cada cual se gana la vida como puede, engaños incluidos. Pero cada vez que escucho a estos guías tan “colegas”, y es casi a diario, me alejo pensando: “Pobre historia de España y pobres turistas”.
© El País Semanal
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