Por Jorge Fernández Díaz |
Sir Robert Chiltern, alto funcionario del gobierno inglés y barón elegante y presuntamente probo, se desliza por un fastuoso salón de forma octogonal saludando a sus invitados y oyendo los sones de los instrumentos de cuerda que animan la velada y habilitan el baile. En ese laberinto de canapés y afectación pronto se encontrará con la señorita Cheveley, una mujer alta, de labios finísimos y cabellos de un rojo veneciano, que resulta en sí misma toda una obra de arte.
La conversación entre ellos, sin embargo, se desarrollará en voz baja y tendrá un desenlace prosaico: la dama ha invertido en un turbio negocio argentino y necesita que sir Chiltern lo apoye políticamente a sabiendas de que “no es más que una estafa bursátil de las más vulgares”. El barón, que posee un dictamen contra el proyecto y su palabra es decisiva, se resiste a semejante pedido, pero se choca con la sorpresiva amenaza de Cheveley: ella sabe que él ha cimentado su fortuna personal en la venta de un secreto de Estado a un especulador de la Bolsa y tiene como prueba una carta incriminatoria. Se trata entonces de un chantaje en el más alto nivel, y el nombre de la Argentina brilla una vez más por una asociación corrupta. La escena constituye el disparador de Un marido ideal, la obra de teatro de Oscar Wilde que inmortalizó aquella sentencia irónicamente lúcida: “Cuando los dioses nos quieren castigar, escuchan nuestras plegarias”.
Los dioses, en efecto, escucharon los rezos íntimos de Cristina Kirchner y resolvieron aplicarle un castigo celestial. Justo a ella y a su Rasputín, que vaciaron todas las cajas, se patinaron todos los caudales del erario, reventaron la tarjeta de crédito y, con la última lágrima de combustible en el tanque, le arrojaron el “muerto” a un sucesor que debía hacer la tarea sucia, y que ellos denunciarían con diatribas mediáticas y toneladas de piedras. El trabajo previsto consistía en actualizar las tarifas y recortar el déficit fiscal; desarmar la bomba y volar en pedazos mientras lo hacía. El problema, como todo el mundo sabe, es que el perejil recurrió a la deuda para atenuar su seguro destino de morgue y que fallaron todos los cálculos porque, aunque hubo una intensa guerra destituyente contra el gobierno constitucional, la destitución esta vez no fue posible, y entonces el “pagador” no se fue en un helicóptero de emergencia sino por la explanada y con más del 40% de los votos. Visto en perspectiva, a la Pasionaria del Calafate quizá le habría convenido perder por dos o tres puntos, y dejar que el infeliz siguiera sufriendo y haciendo sufrir otros cuatro años más, al menos hasta que las cuentas se hubieran más o menos equilibrado. Para llegar de nuevo fresca, triunfante y con la faena desagradable medianamente acabada, como hizo su marido, y en posición de negociar entonces desde su trono “emancipador” con las espaldas bien cubiertas. El narcisismo herido (su gobierno estaba desacreditado), la acumulación de causas (pruebas, arrepentidos y fallos lapidarios) y el síndrome de abstinencia de su tropa (fuera de la administración pública les agarran convulsiones) la llevaron a un triunfo paradójico: los dioses escucharon sus oraciones, bendijeron su ocurrencia electoral (Alberto) y le regalaron esta nueva oportunidad, que comienza a ser una maldición no solo porque le tocó la pandemia, sino también porque el regente no resultó ser ni la sombra de lo que imaginó, porque la caja de oxidadas herramientas del kirchnerismo no funcionan sin plata (y no hay un mango) y porque los acuerdos de la política exterior diseñados por ella misma no rinden frutos. Para entender la dimensión completa de su tragedia hay que recordar lo fundamental: nadie la metió presa durante la era Cambiemos, y mientras tanto, la doctora vendió día y noche a su grey una religión basada en el mero hecho de que cualquier ajuste es una traición a la patria.
Este último apotegma adolescente, que los fieles acatan como si se tratara de una verdad bíblica y que confunden con un certificado progre (la historia de los marxismos prueba la estupidez de esa idea), es hoy una cárcel conceptual de la que resulta imposible fugarse. Se le ha escuchado decir a su primogénito una frase que sigue esa lógica: “Si en el 23 tiene que ser Larreta que sea, pero nosotros el ajuste no lo hacemos”. En esta opción por el capital simbólico en detrimento del pragmatismo, se encuentran cifrados también otros asuntos. El primero es que este resulta el ancla real de todo el juego: por “ajuste” se entiende aquí las mínimas contraprestaciones racionales y necesarias para un arreglo con los organismos internacionales, algo muy ventajoso (están dulces) y que nos permitiría acceso a fondos para hacer keynesianismo y evitar la quiebra en cadena de la Argentina. Ese yunque “ideológico” (la palabra le queda grande) convierte las gestiones ante Estados Unidos y Europa en furtivas apuestas en un casino, puros trucos de dilación mientras se le reza supersticiosamente a la soja y se trata de amortiguar el impacto psicológico de un eventual default. Lo central es el ancla; lo demás, un simple barrilete sin cola.
La Cámpora, que se plantea seriamente como un partido de largo plazo, está presa de su propio marketing. Es un tanto pueril que una fuerza política erija como dogma identitario aborrecer cualquier recorte en cualquier circunstancia. Aquí conviene releer a Lucano, el poeta y joven augur de Nerón: “Los hombres temen a los mismos dioses que han inventado”. Ay, los dioses, qué manera de jugar con nuestros destinos, y de crearnos prisiones de prejuicios e imposturas.
El resultado de estos espejismos, supersticiones y fatalidades puede rastrearse en la reflexión que una alta y refinada fuente del Ministerio de Economía de Francia le susurró a Luisa Corradini: “La inflación es galopante, la moneda no deja de devaluarse, las reservas del Banco Central no llegan a 3000 millones de dólares y 4 de cada 10 argentinos viven en la pobreza. El cuadro macroeconómico resulta muy alarmante y el país –que está al borde del default con el Club de París– no consigue llegar a un acuerdo con el FMI, de quien es el principal deudor. Pero lo peor es esa sensación de desgobierno”.
La palabra “desgobierno” surge aquí con una precisión absoluta y parece insólita y casi inédita para la larga cronología del justicialismo, que aunque no se caracterizó por su inteligencia de fondo (no estaríamos en tan prolongada y dolorosa decadencia si hubiera sido realmente inteligente), sí demostró astucia de ocasión en el manejo del poder. Sorprende, en ese sentido, que el año pasado no haya comprendido lo primordial: debía conseguir a cualquier precio vacunas y dinero. Ingresamos en el infierno frío de la segunda ola sin ninguno de esos dos insumos vitales, y en consecuencia, con un estupor por tanta negligencia y un sentimiento de miedo y descomposición. La pandemia le habría tocado a Macri, y los camporistas podrían estar muy cómodos en la vereda de enfrente arrojándole bengalas y cascotes, actuando histriónicamente la sensibilidad popular, reclamando a un mismo tiempo libertad y trabajo, denunciando la ominosa caída de la clase media y asegurando que el peronismo haría las cosas mejor. Pero la ambición pudo más, y ahora la arquitecta egipcia traga saliva en su laberinto, mientras mira el conurbano regado de gasoil. Oscar Wilde de nuevo: “Nos prometieron que los sueños podrían volverse realidad. Pero se les olvidó mencionar que las pesadillas también son sueños”.
© La Nación
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