Por Carmen Posadas |
Después de ver con mucho interés en YouTube la alocución de Irene Montero, ministra de Igualdad, en un acto de campaña con colectivos LGTBI, he tenido que replantear mis creencias. En mi ignorancia cósmica pensaba que existían cuatro o cinco opciones sexuales. Atrasadísima estoy de noticias porque, según se recoge en la Ley Trans, son legión y no conviene ignorar ninguna so pena de ofender a alguien.
A los autosexuales, por ejemplo, que son los que sienten atracción hacia sí mismos, «pero sin necesidad de ser narcisos –reza la explicación–, únicamente como una forma de alimentar el afecto o amor propio». O los demisexuales, «que solo experimentan satisfacción sexual en algunos casos y cuando se ha establecido un fuerte vínculo emocional previo». O los pansexuales, que no deben confundirse con los bisexuales, pero no me pregunten por qué (la explicación es larguísima y no entendí nada). Están después los lithsexuales, que se sienten atraídos por otras personas, pero no necesitan ser correspondidos; sin olvidar a los polisexuales, que no sienten atracción hacia personas, sino hacia grupos; o los flow, que fluctúan y un día pueden sentirse hombre y al siguiente, mujer… Ahora entiendo por qué la ministra en esa alocución no tuvo más que contorsionar el lenguaje al dirigirse a los allí presentes como todos, todas y todes, niños, niñas y niñes, amigos, amigas y amigues… Incluso se quedó corta. Tal vez algún polisexual o algún demisexual puede haberse sentido preterido o discriminado porque el lenguaje inclusivo es tan prolijo y complejo que, al menor desliz, deja uno fuera a alguien.Pero, por favor, no me malinterpreten. No soy nadie para cuestionar la opción sexual de otros. Me parece perfecto que cada cual haga de su vida personal un sayo, un poncho, un sarape o lo que le dé la gana. Incluso estoy de acuerdo con Irene Montero en que, como ella propugna, en los colegios es necesario acabar con prejuicios y evitar la estigmatización de alumnos que presentan rasgos o actitudes que apuntan a una sexualidad diferente. Sin embargo, como de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, me parecen peligrosos otros enunciados de la tan controvertida ley. No entiendo, por ejemplo, que esos mismos niños (o niñas o niñes, según la particular terminología de la ministra) puedan, con dieciséis años, decidir un cambio de sexo con solo acudir al Registro Civil y sin que lo sepan sus padres. Como si los padres fueran enemigos, como si se tratase de los intransigentes y castradores progenitores de otros tiempos. Y como si cambiar de sexo fuera como mudar de camisa, que si después resulta que no me gusta me busco otra y todos tan contentos. Hay otros varios aspectos de la ley que me parecen igualmente absurdos y poco meditados, pero, hablando en concreto de lo relacionado con la opción sexual de los adolescentes, lo que me inquieta es que, por prisas, por improvisación, por querer aprobarla sí o sí por un puro prurito personal, acabe generando el efecto contrario de lo que se pretende. Las personas que tienen una sexualidad diferente se ven inevitablemente abocadas a lidiar con no pocas dificultades. No tantas como en el pasado, es cierto, pero existen aún en la sociedad viejos y muy arraigados prejuicios. Lo que menos necesitan estas personas es que, ahora que la sociedad acepta lo que antes era tabú o anatema, el Ministerio de Igualdad, queriéndolas favorecer, acabe logrando todo lo contrario. Porque eso suele ocurrir cuando se intenta defender una causa justa con argumentos absurdos, con leyes apresuradas y forzando el lenguaje hasta convertirlo en grotesco (o grotesca o grotesque…). Es lo mismo que sucede con la lucha por los derechos de la mujer. Si la señora Montero y su gente piensan que estos se van a alcanzar con medidas como cambiar el nombre de los meses para que enero sea enera y febrero, febrera, como propugnan algunos; si creen que verdaderos problemas de la mujer como la conciliación o la brecha salarial se solucionan trocando los muñequitos de los semáforos para que sean femeninos en vez de masculinos, o bien son unos ignorantes (e ignorantas) o, si no, enternecedoramente ingenues.
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