Por Pablo Mendelevich |
Con su reconocida capacidad de ver muchas veces más allá que el promedio de los políticos, cualidad que sus devaneos histriónicos no afectaron, Lilita Carrió lo viene advirtiendo: es momento de sosegarse. En su advertencia más reciente Carrió se diferenció de los fanáticos, tomó clara distancia de ellos. Algo acuciante. El modo convencional de leer el tablero político según se trate de oficialistas o de opositores y de acuerdo con los posicionamientos de cada uno quizás no motive alarma, pero el acecho del fanatismo sí.
Fanático es el que defiende una creencia o una opinión con pasión exagerada y sin respetar las creencias y opiniones de los demás. Igual que en las antinomias, que siempre se plantan de un lado pero tarde o temprano generarán un sistema de espejos del que después será imposible escapar, el fanatismo se propaga como las llamas entre charcos de nafta. No sólo incita a otros fanáticos, agazapados o dormidos. Su expansión achica el margen de los moderados para persuadir y para liderar sin importar que sean la mayoría.
La pandemia se ensaña, empeora, los contagios no ceden, faltan vacunas, falla el plan de vacunación, las restricciones fatigan hasta lo insoportable y la autoridad que procura imponerlas, como se hizo en otros países y también en el nuestro pero en forma extemporánea, está desgastada. A la vez el Poder Ejecutivo y el Congreso desconocen la supremacía en materia judicial de la Corte Suprema, a la que planean destronar de una u otra forma. Tal como se quiere hacer, también, con el procurador Eduardo Casal. Además, las restricciones, que una parte de la sociedad asimila -bien o mal- con avasallamientos, destruyen una economía ya arrinconada por la recesión despareja y la inflación, lo más inclusivo que tenemos.
Las líneas internas del gobierno disienten entre sí sobre cuestiones esenciales de la política exterior y, en especial, de la política económica, como las tarifas o las negociaciones con el FMI, pero no se sabe que las discutan buscando acuerdos, ni siquiera que tengan dispositivos previamente establecidos para resolver las divergencias. Sólo se impone por coerción una facción sobre la otra, involucrando en el trámite al mundo entero. Y, por supuesto, al país.
El horizonte no ofrece datos alentadores verosímiles. Objetivos creíbles y verificables brillan por su ausencia. Tampoco hay un relato que haga creer en metas estimulantes, ni siquiera uno de utilería que avive la esperanza en base a la ilusión de un futuro mejor.
Los problemas son conocidos. Lo menos corpóreo es, quizás, el gran déficit de esta democracia obligada a procesar tamaño desajuste con forma de pulpo: no existe diálogo. No sólo está ausente el diálogo entre oficialistas y opositores (hablamos de un diálogo consistente y conducente) sino que tampoco se lo registra en el vínculo entre los diversos peronismos que gobiernan. Aclaremos: es imposible saber cada cuánto y en qué términos hablan por teléfono, por zoom o en persona Alberto Fernández y Cristina Kirchner, y con Sergio Massa o con Máximo Kirchner. O entre los laderos de cada uno. Pero si hablan, está claro que no es así como resuelven las diferencias. Las ejecutan directamente sobre el terreno, intercalando hechos consumados con retrocesos entreverados. El caso del subsecretario Basualdo fue una clara demostración.
Entramos en una zona de peligro adicional. Tal vez deberíamos llamarlo peligro político. Justo ahora, cuando subyace un extendido peligro de muerte -en todas las clases sociales, pero especialmente en los sectores más vulnerables- por razones originariamente sanitarias. Desde el oficialismo acaba de aparecer un funcionario importante, el jefe de Gabinete bonaerense Carlos Bianco, responsabilizando a la oposición de matar gente y a los medios que formulan críticas, de querer desestabilizar al “gobierno nacional y popular”. Ocurrió en simultáneo con la aparición de una líder de la oposición, Patricia Bullrich, que sin aportar pruebas denunció que hubo un pedido de coimas durante las primeras tratativas del gobierno con el laboratorio Pfizer, en el cual involucró al propio presidente.
Por supuesto que no son situaciones equivalentes. Culpar de homicidio a la oposición y golpistas a los medios supone un avance totalitario. Mientras que denunciar un gravísimo hecho de corrupción relacionado nada menos que con las vacunas es una irresponsabilidad –eventualmente se encuadraría como un delito de calumnias- en la medida en que la denuncia no pueda ser respaldada con elementos probatorios. Pero en conjunto ambas expresiones marcan un pico del voltaje político, temerario porque se despliega en el angustiante precipicio de la escasez de soluciones en uno y otro asunto. Si se recuerda que todavía falta tanto para ir a votar como para que llegue la primavera es aún peor. En caso de que se crea que esto es pirotecnia proselitista anticipada, ¿cómo será la semana anterior a los comicios? ¿Y el día después?
Dada la gravedad de la situación, este es uno de esos momentos en los que sería ideal parar la pelota y pactar reglas básicas para seguir adelante, por lo menos refirmar perímetro y condiciones de la confrontación. Pero casi nadie parece creer que eso sea posible, tanto por la inexistencia de gimnasia dialoguista como por el modo electoral en el que está todo el aparato político.
Esta dirigencia logró hace poco hacer un pacto aislado, es cierto. El único de toda la época. ¿Y que se pactó? La nada misma. Un corrimiento de un mes de las PASO y de las elecciones legislativas bajo el supuesto de que cuando se vote la pequeña tardanza alivianará los riesgos sanitarios. Los diputados aprobaron la previsora ley de la postergación basados en la idea de esquivar el frío invernal mientras afuera del Congreso una segunda ola de coronavirus mal prevista hacía -hace- estragos en la población en pleno otoño. Se desconoce por qué otros países que debían celebrar elecciones en pandemia (como Israel, de cuyo acertado manejo sanitario no hay dudas) las hicieron cuando tuvieron que hacerlas.
Pero ya está. El pacto de la postergación al menos sirvió para demostrar que pactar es posible, que se pudo acordar un tema sin perjuicio de que subsistan otros –como los polémicas avances sobre la Justicia- en los que las posiciones son, si no irreconciliables, muy distantes. Puede servir como modelo para explorar caminos hacia un pacto en serio, es decir, uno que sirva para prevenir un descarrilamiento del sistema político entrelazado con el coronavirus.
Obviamente entre las razones principales por las que nunca se hacen pactos (sustantivo con floja reputación en la Argentina debido a que se lo confunde con pacto espurio) está la desconfianza recíproca, que no se relaciona tanto con el contenido ni con la firma sino con el cumplimiento. Para resguardarse de ese riesgo, precisamente, al acordar la postergación de las PASO y de las elecciones, la oposición, temerosa sobre todo de que las PASO fueran finalmente descartadas mediante la invocación de nuevas contrariedades sanitarias, hicieron poner una cláusula que impide volver a hacer cambios en el tema. Hay en el mundo político quienes creen que esa garantía nada garantiza, pero para comprobar que sólo se trata de pesimistas irreductibles habrá que esperar a las elecciones. En rigor, todos los pactos se verifican con el tiempo.
¿Qué urge pactar? La necesidad y alcance de las restricciones por un camino alternativo al del avasallamiento de las autonomías provinciales, la absoluta transparencia en las gestiones para adquirir vacunas, la despolitización efectiva de la crisis sanitaria (con una redacción que como mínimo comprometa al gobierno y a los distintos partidos a no culparse de matar gente, por lo menos hasta que termine la crisis), alguna coordinación de los mensajes, basada en criterios científicos, que se le dan a la sociedad respecto de la solvencia de las vacunas en uso. Un clima más acorde con la tragedia común. Eso ya sería muchísimo. Quizás sea una idea ingenua, tal vez parezca impracticable. No intentarlo es dejar la puerta abierta a que escale la violencia de las palabras quién sabe con qué destino. A que se imponga el resentimiento, como previno ayer el cardenal Mario Poli en el Tedeum. A que triunfen los fanáticos.
© La Nación
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