Por Roberto García |
Faltan tres días para la celebración patria y “el Patria”, de acuerdo al lenguaje inclusivo, se dispone a amargarle el tradicional chocolate a Martín Guzmán en la Casa Rosada. Un misil escrito desde el vecino territorio de Cristina justo a la casa del hombre que soporta todos los días la convivencia con su subordinado Federico Basualdo, al que exigió echar y Alberto Fernández –quien no es capaz de reclamar un café– tampoco fue capaz de despedir: más fácil encerrar a 44 millones de ciudadanos que sacar del foro a un empleado obediente de la viuda de Kirchner, experta en desautorizaciones.
Como si fueran San Martín al frente del Ejército de Los Andes, una profusa lista de adherentes a la causa cristinista en principio emitirá una proclama que, sin decirlo, cuestiona el rumbo negociador del ministro de Economía con los organismos internacionales por el “estado de necesidad” que atraviesa el país. También se ampara en el eslogan “primero la salud, después la deuda”, versión remasterizada de la fracasada frase que el año pasado se lanzó frente al virus: “La salud antes que la economía”. A la Argentina le fue peor que al resto del mundo con esa consigna.
Lo curioso del documento es que apela a la prioridad de la vacunación, como si ignorara que ese objetivo ha sido un empeño menor del Gobierno (o de algunas provincias, para ser más preciso), no solo por la escasa cobertura a la población, sino hasta por la sospecha de poseer una millonada de antídotos y no aplicarlos, sea por desidia o incapacidad, cuando no por algún propósito subalterno. Ni la Justicia parece interesarse en que las vacunas reservadas en un freezer son vidas para salvar otras vidas.
Tampoco alude a otro déficit brutal de la Administración: la falta de testeos, un capricho de ignorantes. Pero el nudo del texto “patriótico” se concentra en moverle la estantería a Guzmán, desde no pagar al FMI y al Club de París hasta el probable destino de los DEGs que habilitaría el organismo: esos fondos deben ser para solventar el hambre que no resuelve el Gobierno y no para respetar las reglas del organismo (como si, por otra parte, no supieran que esas cuestiones son meramente formales, ya que se modifican con un asiento contable).
El lanzazo es más grave: como se sabe, el mayor consumo del ministro se gasta en el tema deuda, en los vencimientos, se aparta de otros rubros que le competen, como las alocadas medidas sobre el comercio de carnes. Ni siquiera es un obstáculo en esas conversaciones, casi lo ignoran: falta que algún espontáneo le pida la renuncia al ministro desde el púlpito de la señora que gusta tomar helados de Rapanui.
La proclama resulta extensa y verbosa –no en vano suscriben figuras de la extinta Carta Abierta, aquella usina de mamotretos gestada por Alberto Fernández jefe de Gabinete en tiempos de Néstor–, con el apoyo de sindicalistas en cuyos gremios bonaerenses se aplican vacunas, diletantes del estatismo económico como la diputada Vallejos (de notorio peso en la cercanía del Instituto de Cristina) y manos de veteranos economistas aún congelados que se disponen a descongelar la “deuda legítima de la ilegítima”, aquella investigación y denuncia emprendida el siglo pasado por el historiador Alejandro Olmos.
Lawfare para todos. Macri y su elenco, ante esa avanzada, quizás apelen a refugiarse en el lawfare oficialista para decir que buscan someterlo a los tribunales, perseguirlo, encarcelarlo, copiando lo que en su momento hizo Cristina. Y hace. Solo conveniencias personales: suele ocurrir que, cuando ella habla de la Justicia, objeta con nombre y apellidos a fiscales o jueces que actúan en sus causas (recordar sus diatribas contra el finado Bonadio), lo mismo que el ex presidente hoy alude con fiereza contra la fiscal Boquin que le revuelve la causa del Correo.
Hay lawfare para todos, hasta un experto en esa materia, alias Pepín (Rodríguez Simón), se tapa en Montevideo con esa excusa. Cuesta entender a este presunto refugiado como jefe jurídico de la mesa ad hoc de Macri, autor de varias frustraciones prepotentes (por ejemplo, la de imponer por decreto a dos miembros de la Corte Suprema). Ahora se ataca de pánico, supone que alguna fuerza especial lo irá a buscar, y hasta casi pidió entrar a la celda cuando le sobraba tiempo procesal, explicaciones, visitas o no a Buenos Aires, respuestas por Zoom y la realidad de que por ese delito que le imputan (intento de extorsión) casi nadie va detenido.
Ni siquiera la jueza Servíni, quien él cree que por quedarse en el cargo (supera la edad de la jubilación) hará todo lo que le pida el organismo de inteligencia, el Ministerio del Interior o el propio Fernández. O Cristina, que, como se sabe, le tiene la misma estima que Elisa Carrió: una respetuosa coincidencia de género. Aunque, es cierto, muchos fanáticos del cristinismo no solo lo quieren ver entre rejas a quien deslumbraba a Macri.
Hay lawfare para todos, hasta un experto en esa materia, alias Pepín (Rodríguez Simón), se tapa en Montevideo con esa excusa.
Falta despejar si esta proclama se difunde como está previsto, la razón por la cual la vicepresidenta insiste en convertir a Guzmán en una suerte de Yenga, ese juego como los palillos chinos, que inevitablemente deviene en el derrumbe. En este caso, de Guzmán. Apaña Cristina estas críticas sobre el ministro, apunta también a un alelado Alberto, ya que lo expresado en que el documento es parte sustancial de lo que ella (y Kicillof) piensan. O al revés. Nadie entiende, sin embargo, en la oportunidad de estas expresiones, la voluntad por deteriorar las gestiones de Guzmán y si algún eventual reemplazante circula por la cabecita de la doctora.
Raro, sin embargo, que esta vocinglería se disipe como el humo; uno imagina que atrás de las manifestaciones, de la autoría intelectual, existe un objetivo superior al deshilachar, jornada tras jornada, a un ministro y al Presidente que jura protegerlo hasta el final de su faena. Juramento de estudiante: Alfonsín no pudo mantener a Grinspun, ni tampoco a Sourrouille. A pesar de las promesas.
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