jueves, 27 de mayo de 2021

El oso, la mona y el cerdo

Los hombres no saben percibir el abismo que separa al 
genio del hombre ordinario, escribió Schopenhauer. Vale 
la pena meditar el asunto.


Por David Toscana

“¡El espíritu de discernimiento! ¡La facultad crítica!”, clama Schopenhauer. “Esto es lo que hace falta. Los hombres no saben distinguir lo genuino de lo falso, el trigo de la paja, el oro del cobre; ni percibir el abismo que separa al genio del hombre ordinario”.

Se puede poner a prueba esta capacidad de discernimiento mirando y escuchando una masterclass, por ejemplo una de Daniel Barenboim sobre sonatas de Beethoven. En una de ellas participa el excelso pianista Lang Lang. Barenboim le dedica elogios, pero luego dice: “Todo esto podría y debería estar mejor estructurado…”, y de ahí se lanza a corregir una serie de imperfecciones. Habrá un antes y un después en la interpretación de la sonata, pero quien carezca de capacidad de discernimiento, no notará la diferencia.

La música de altura conserva una tradición de disciplina que busca la cima. Casi siempre veremos que los más respetados pianistas son quienes mejor tocan el piano; las más respetadas sopranos son quienes mejor cantan. No pasa lo mismo con la pintura, que los pintores mejor cotizados a veces no saben ni pintar. Verdad es que mucha gente se acerca a los videos de Khatia Buniatishvili por algo distinto a sus dedos sobre el piano, pero de que toca, toca; tal como Anna Netrebko luce bellísima en su papel de Violetta, pero de que canta, canta.

No sé qué haga falta para tener esta capacidad de discernimiento, que a veces podemos llamarle “buen gusto”, un término devaluado porque el relativismo inventó que no existe tal cosa; pero de que existe, existe; aunque no viene necesariamente de conocer algo a profundidad.

Pongo por ejemplo a Robert Parker, que tiene paladar de gringo cocacolero, pero hizo creer a muchos bebedores de vino sin discernimiento propio que sus juicios eran divinos. Así pues, el paladar no siempre aprende a discernir y puede cargar la vida entera con un defecto de “mal gusto”. La mayoría de nosotros come tres veces al día. ¿Eso nos debería convertir a todos en gourmets?

El que se hace llamar cinéfilo es un caso extraño, que lo mismo va a ver la última comedia del Señor Bean que la ganadora del Óscar, con la doble extrañeza de que a veces la última comedia del Señor Bean es mejor que la ganadora del Óscar.

En literatura tampoco brilla el discernimiento; si así fuera, las empresas editoriales no vivirían de las novedades sino de los clásicos; seguirían buscando el modo de reeditarlos con nuevos prólogos, traducciones, estudios y notas, y seguirían fomentando aquella vieja costumbre de las obras completas. Claro que hay bestsellers contemporáneos que se leen, disfrutan y aplauden, pero la gran mayoría son meros aserejés. Un lector solo puede sentir que tiene buen gusto si ya degustó a los clásicos. Pero ni aun esto es garantía, puesto que muchos críticos literarios son bastante leídos y no por eso refinados, así como hay ciertos académicos famosos que se equivocan mucho más de lo que aciertan.

En algún pasado se consideró que esa facultad venía de la buena cuna. La aristocracia tenía ciertas cualidades que se heredaban, no culturalmente, sino por la sangre, alla Darwin. Chéjov se burla de esto a través de un personaje que se irá volviendo cada vez más odioso a lo largo del cuento: “¡Desde el punto de vista de la igualdad y fraternidad, el porquero Mitka puede ser un hombre semejante a Goethe o a Federico el Grande; pero considerado desde el punto de vista científico, si tiene usted la valentía de contemplar los hechos cara a cara, le resultará evidente que la sangre azul no es un prejuicio ni una invención! La sangre azul, querido mío, tiene un fundamento histórico-natural, y negarla es, en opinión mía, tan absurdo como negar que un ciervo tiene cuernos.”

Vuelvo a Schopenhauer, que escribe: “La incapacidad, completa carencia de juicio y bestialidad del género humano han provocado mi indignación en innumerables ocasiones, y me he visto obligado a suscribir el viejo lamento: Humani generis mater nutrixque profecto stultitia est”, o sea, que la estupidez es la madre y nodriza del género humano.

Por supuesto, a Schopenhauer le molestaba que la humanidad no tuviera el discernimiento para reconocer en él a un hombre de gran talento; y aunque estuviera pensando más en sí mismo que en el mundo en general, y aunque su tono decimonónico hoy parezca un despotrique poco cortés, vale la pena meditar el asunto. Sin capacidad de discernimiento, ni el aplauso eleva ni el abucheo aplasta, tal como termina la fábula de Iriarte sobre el oso, la mona y el cerdo:

Guarde para su regalo
esta sentencia un autor:
si el sabio no aprueba, ¡malo!
si el necio aplaude, ¡peor!

© Letras Libres

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