Por Pablo Mendelevich |
A los piqueteros se les ocurrió un día una idea fantástica. ¿Cómo harían para cortar calles sin incurrir en cercenamiento del derecho al libre tránsito de las personas, cosa que antes le había dado argumentos a la Justicia para “criminalizar la protesta”? Sencillo: si hay cinco carriles, se cortan sólo cuatro. En el quinto se les permite a los automovilistas, al transporte público y a los camiones circular de manera “normal”. El derecho a la libre circulación queda así garantizado y el derecho a la protesta también.
Quien haya pasado en los últimos veinticinco años por la experiencia de superar un piquete urbano o suburbano (es decir, casi cualquiera que no viva retirado en la montaña, aislado en un pueblo rural o adentro de un termo) sabe que lo de la normalidad del quinto carril es una falacia, aunque un análisis más exquisito tal vez llamaría a esto cinismo. Ya en la Europa medieval, donde se cree que se inventó el reloj de arena, conocían la ley del embudo. No sabían nada de autopistas, pero aprovecharon el embudo, casualmente, para medir el tiempo, sobre la constatación de que se tarda más para pasar de un lado a otro cuanto más se achica el agujero-o se angosta el pasillo- que se interpone.
Aunque el piqueterismo, que hoy conforma toda una modalidad política, ya cuenta su edad en décadas, la costumbre pudo hacer olvidar el sustento del método que le da nombre y sentido. Recordémoslo por las dudas. Debido a una institucionalidad anómica, las calles y las rutas se cortan para protestar por algún reclamo (despidos, salarios caídos, cierre de fábricas, planes, alimentos, agua, justicia por un crimen o, como ayer mismo, para pedir vacunas: generalmente son causas justas), causándoles un perjuicio a terceros ajenos por completo al conflicto, cuyo derecho a circular se altera con el fin de forzar la intervención de las autoridades. Un piquete, se sabe, es un mecanismo de presión basado en tomar a los automovilistas como rehenes, verónica que gracias a la doctrina del carril libre reduce las chances de resultar punible.
Al piquete más descomunal de los últimos años, el del sábado pasado, pues, no le faltó prácticamente nada. Primero, hubo sorpresa. Y decenas de miles de personas entrampadas. Se informó luego, como para tranquilizar, que había “siete carriles cerrados y dos liberados”. Terminología elocuente. Que nadie diga que le coartaron el derecho a la libre circulación. Qué va, si los miles de automovilistas que estuvieron inertes entre dos y tres horas en la Panamericana al final pasaron lo más bien (lo que no debe confundirse con lo pasaron lo más bien). Claro, novedosa fue la autoría. No lo organizó un movimiento social ni un grupo de vecinos marginales ni ocho quemagomas autoconvocados. Lo produjo el gobierno de la provincia de Buenos Aires.
Representación insignia de la parainstitucionalidad, señoras y señores, acaba de nacer el piquete oficial. En el Día de la Constitución Nacional, instituido el 1° de mayo en homenaje a la sanción de 1853, mientras los constitucionalistas más incisivos (los que más incisos memorizan) discutían sobre la viabilidad de los nuevos superpoderes que el presidente Alberto Fernández planea pedirle al Congreso, Axel Kiciloff y su ministro Sergio Berni despachaban un instituto de facto, digamos, el castigo infralegal anticirculatorio, promo light de las restricciones sanitarias. Lo que el DNU de Alberto permite, nosotros te lo complicamos. ¿El rigor de la ley? No exactamente: métodos piqueteros contra los que salen de su casa cuando saben bien que no deberían hacerlo por el solo hecho de tenerlo permitido. ¿Perdón? Bueno, ya se lo había dicho Kiciloff al presidente pero no lo escucharon, había que prohibirlo todo.
Los retenes diurnos del sábado (bien dicho, retén viene de retener), fueron justificados a viva voz desde el gobierno bonaerense como “controles sanitarios”. Soto voce, operativos de disuasión. En el horario en el que por el DNU renovado el día anterior no está prohibido circular –de 6 a 20- la policía bonaerense controla. Vayan poniéndose en la fila los que van llegando a 15 kilómetros del retén.
¿Qué controla? ¡La temperatura! Dicho por Carlos Bianco, jefe de Gabinete de Kiciloff. No puede decirse que para piquete a esta “visibilización” le haya faltado la pieza fundamental de la presión sobre las autoridades. El hecho de que los que organizan también sean autoridades sólo acentúa la calidad de rehenes de los que padecen. Hubo el sábado una ambigüedad deliberada en las respuestas por el caos que se había producido, la cual se ensanchó con la confusión aportada por el gobierno nacional, que no tenía mayor conocimiento de lo que estaba ocurriendo pero fingió apoyar. Sobre el hecho consumado y en el contexto de los vaivenes que tuvieron las restricciones resueltas por Fernández hubiera sido escandaloso que la ministra de Seguridad, Sabina Frederic, dijera que Berni de nuevo se cortó solo.
Aunque impactaron mucho las fotos aéreas de miles de autos detenidos sobre las autopistas aguardando horas para pasar controles de artificio, no es la primera vez que en tiempos kirchneristas el Estado utiliza métodos parainstitucionales. Navegó por ese tercer andarivel, el que no pertenece al mundo de lo legal ni al de lo ilegal, por ejemplo, cuando impuso el cepo cambiario, inmediatamente después del triunfo electoral de 2011. Había que pedirle permiso al Estado para comprar divisas para viajar al exterior, una disposición de resonancias soviéticas, y llenar un formulario con los motivos del viaje sin acceso a los motivos de una eventual negativa. Pero los agraciados tampoco fluían, porque para llegar a hacerse de los dólares o euros debían sortear todavía toda clase de trabas bancarias. No es que no se justifique que un Estado carenciado restrinja las divisas -del mismo modo que no se trata ahora de la meta indiscutible de reducir la circulación de personas-, el problema son los métodos empleados. Es curioso que el modo binario de ver la política que tiene el kirchnerismo no se aplique en el lugar en el que las cosas sí deben ser binarias, en el estado de derecho, donde previsiblemente lo legal es legal y lo ilegal es ilegal, sin una tercera opción ajustada a la discrecionalidad de los gobernantes. O, peor aún, a sus internas.
En el marco de las inquietantes reacciones de ayer del presidente y de la vicepresidenta frente al fallo de la Corte Suprema sobre la autonomía porteña, los métodos piqueteros adoptados el sábado por el gobierno pueden parecer una nimiedad. Pero son derivaciones del mismo modo sesgado de entender el estado de derecho en tiempos de emergencia.
Nada tan preciso como lo que escribió Carlos Rosenkrantz en su voto de la sentencia de ayer: “La emergencia está sujeta al derecho en este país, en tanto también es una situación jurídicamente regulada y ella no implica en modo alguno que cualquier medida que pudiera representarse como eficaz para atender la situación sea, por esa sola razón, constitucionalmente admisible”.
© La Nación
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