Por Gustavo González |
Es cierto que los pueblos no se suicidan. Pero también es cierto que los “pueblos” no existen. Lo que existe es una sumatoria de sectores que, en el marco de fronteras geográficas, conforman una Nación. Y la cantidad de subculturas e intereses que la integran vuelve casi inverosímiles conceptos inabarcables como “el pueblo”, “los argentinos” o “la gente”, a los que tanto recurren políticos e intelectuales.
La historia demuestra que lo que salva o arroja al precipicio a un país es la interacción asociativa o confrontativa entre los grupos que lo integran. Si lo que manda es el choque permanente, el desarrollo se destruye. A veces, literalmente, se destruyen los países, que cambian sus fronteras para construir otras que incluyan solo a los de un mismo sector (político, étnico o religioso).
Es probable que esto último no pase aquí, pero sí que la incapacidad para resolver nuestros conflictos siga generando esta sensación de decadencia. No se trataría de un suicidio consensuado entre los diferentes sectores, pero se parecería bastante.
Tics. Hace más de un año que el covid es un drama angustiante, pero al mismo tiempo es la posibilidad de que un shock inesperado active instintos básicos de supervivencia, la racionalidad necesaria para hallar puntos de asociación. En lugar de repetir los tics de la confrontación.
La pandemia ayuda en ese sentido. Ya no hay pasado, porque lo que se había aprendido hasta ahora no alcanza; y tampoco hay futuro, porque no se sabe cómo seguirá este virus mañana, ni cómo serán las futuras pandemias ni si habrá una nueva economía global.
Lo único seguro es el presente. Y hasta ahí. Por eso, esta anomalía del tiempo, que debilitó tanto al pasado como al futuro, puede servir para revisar nuestras construcciones míticas y privilegiar, sin prejuicios, la resolución de los problemas del presente.
El recrudecimiento de la segunda ola vuelve a poner a prueba la opción racional. El Presidente es quien más obligación tiene de romper con el círculo vicioso de la confrontación: hoy es más fácil tender la mano y convencer a los mandatarios provinciales que deben enfrentar juntos la pandemia. Como sucedió hace un año, todos recibirían una aprobación mayoritaria.
Además, la escenificación de un nuevo consenso general dificultaría que los más duros de la oposición (y del oficialismo) insistan en la táctica de azuzar los conflictos, sin parecer irracionales u oportunistas.
Claro que no es sencillo romper con el relato Billiken del enfrentamiento entre el Bien y el Mal, que entretiene a algunas audiencias y es un facilitador para comunicar en épocas electorales. Pero ni Alberto Fernández ni Rodríguez Larreta ni los que tienen la responsabilidad de conducir provincias cuentan con otra opción que la de arriesgarse al diálogo como método de construcción política.
Sentido crítico. Si al avance de la pandemia, al estrés social y a la crisis se le siguiera agregando el espectáculo de una pelea entre dirigentes, entonces cualquier otro riesgo va a quedar minimizado.
Buscar formas asociativas en lugar de confrontativas no significa perder el sentido crítico. Al contrario, el sentido crítico se pierde cuando se dan por cierto hechos que no son, cuando se insulta para argumentar y cuando los líderes se vuelven dóciles frente a las corrientes más agrietadas.
Hoy, sentido crítico y moderación van de la mano. Y la información sin adjetivos facilitaría el diálogo entre quienes están más preocupados por encontrar soluciones que en vencer al otro. Veamos:
Se puede gritar que este es el peor gobierno en manejar la pandemia. O acusar a la oposición por los contagios. Lo cierto es que, entre los países con más fallecidos totales por millón de habitantes, la Argentina llegó a estar 4° en noviembre. Ahora ocupa el lugar 19°, pero en la última semana fue primero entre los que más contagios registraron por día y más nuevas muertes diarias tuvo por millón de habitantes.
Se puede calificar al Gobierno de asesino por no vacunar a su población. O afirmar que es un modelo de eficiencia nacional y popular. La realidad es que el país ocupa el lugar 58° entre los 169 que presentan información sobre porcentaje de población vacunada con una o dos dosis. La mitad de los países que muestran un mejor nivel corresponden a la Unión Europea y Estados Unidos, pero también hay vecinos como Chile y Uruguay.
¿Sobran o no sobran vacunas en el mundo? Los corresponsales que hace dos semanas siguieron la gira presidencial por Europa (desde La Nación hasta Página/12 y desde Clarín hasta PERFIL) comprobaron que la escasez de vacunas era una preocupación internacional. La falta de interés por informarse de aquellos dirigentes y comunicadores que insisten en repetir que en el mundo sobran dosis muestra que su objetivo no es encontrar soluciones racionales.
Lo que sí es posible marcar es que, aun en ese contexto de escasez, hubo administraciones vecinas que supieron conseguir más vacunas. Y que, ante la urgencia, se debió haber firmado en noviembre la compra de Pfizer a pesar de que, es cierto, era un contrato abusivo y su aprobación generó debates en otros países.
Vencer la inercia. Hace un año, cuando la convivencia fotografiada de Fernández, Larreta y los gobernadores, era la forma de simbolizar que quienes gestionaban privilegiaban la asociación por sobre la confrontación, sus niveles de aprobación iban del 60 al 80%. Y, pese a que eso parecía una señal contundente de que una amplia mayoría aprobaba esa forma de resolver conflictos, después se volvió a elegir el modo grieta.
Hay sectores dentro del cristinismo que creen que, a más pandemia y crisis, más necesidad hay de responsabilizar a los opositores por la herencia recibida en 2015 y los males que genera. Lo mismo plantean sectores macristas, en relación con la herencia de 2015 y la mala praxis actual.
Unos y otros nunca aprobaron la etapa afectiva entre Alberto y Horacio.
El cristinismo y el macrismo duro pueden no representar ya a una mayoría, pero mantienen trascendencia política por su rol fundacional dentro del oficialismo y la oposición. Quienes tienen la responsabilidad de conducir las administraciones provinciales y de la Nación enfrentan el dilema de elegir entre la eficiencia ejecutiva (y su propio futuro político) o dejarse llevar por las presiones de sus poderosas internas.
El año pasado se perdió la oportunidad de romper con la lógica de la confrontación y en las próximas semanas, en pleno año electoral, probablemente se vea lo difícil que es escapar de esa inercia. Salvo que una situación límite, como el agravamiento de la pandemia, nos obligue a cambiar para no seguir cometiendo, siempre, el mismo error. Aunque sea por un instinto de supervivencia.
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