Por Pablo Mendelevich |
A mucha gente las elecciones presidenciales le resultan más amigables, hasta más glamorosas que las legislativas. Despierta mayor entusiasmo, es obvio, una competencia focalizada en un reducido número de aspirantes a desempeñar el Poder Ejecutivo que una compleja disputa coral para conseguir las bancas en juego en cada una de las cámaras, cuyos miembros, en su gran mayoría, son personas desconocidas para el conjunto de la sociedad.
Pero además es posible enumerar varios malentendidos frecuentes sobre las elecciones, digamos, de formato chico. Son las que vienen. Ayer Diputados aprobó su postergación, producto de un acuerdo multipartidario: serán en noviembre y no en octubre. Las PASO, en septiembre y no en agosto. Es llamativo que un acuerdo menor, con un rédito tan magro, de utilidad tan incierta, se celebre en la cámara baja con tanto almíbar: “nos tenemos que felicitar” por la “construcción del consenso”, decían, como si se hubiera alcanzado el Pacto de la Moncloa rioplatense.
El primer malentendido sobre las llamadas elecciones de medio término asegura que seríamos más felices si no existieran. En realidad, lo que a veces se repite es que la gobernabilidad funcionaría mejor. ¿Para qué votar cada dos años? ¿Acaso eso no lleva a que lo electoral condicione la continuidad de las políticas públicas, a que cuando se termina una campaña ya empieza la siguiente? El último que se quejó de esto no fue el presidente Alberto Fernández. Si se cruzó por su cabeza la idea de cancelar, en nombre de la pandemia, las elecciones de este año, jamás lo expresó. Fue el presidente anterior, Mauricio Macri, quien rezongó contra la idea de votar seguido. “Creo que lo más sano sería elegir todos los cargos cada cuatro años”, opinaba Macri pocos días antes de las elecciones de 2017. Elecciones que terminó ganando.
¿Sería realmente todo mejor si sólo se votara cada cuatro años? A juzgar por la experiencia, no.
Cada dos años se elige media Cámara de Diputados y un tercio del Senado, renovaciones que cada cuatro años se superponen con la elección presidencial. Al mecanismo escalonado lo estipula la Constitución de 1853, que fue retocada en 1994. Pero durante el tercer gobierno peronista (1973-76) el retoque aplicado fue el de 1972, la Enmienda Lanusse, que entre otras cosas suprimió las elecciones intermedias precisamente con la expectativa de que la gobernabilidad fluyera. Mucho no fluyó: resultó ser el lapso democrático de peor calidad institucional que se recuerde. El más turbulento. Aunque una cosa no haya sido causa directa de la otra, el único ensayo sin elecciones intermedias en toda la historia ocurrió en ese período trunco al que el peronismo -sus motivos tendrá- olvidó con fervor.
A falta de comicios nacionales en 1975 el gobierno de Isabel Perón fabricó elecciones provinciales en Misiones y las “nacionalizó” con la intención de revalidarse. Varias provincias que estaban entonces intervenidas también pudieron haber celebrado elecciones, pero el gobierno peronista eligió Misiones (cuyo gobernador y vicegobernador se habían muerto dos años antes en un accidente aéreo al volver de Buenos Aires luego de entrevistarse con el presidente Perón y con López Rega) porque tenía la certeza de que a un triunfo propio sumaría una aleccionadora derrota del peronismo disidente afín a los Montoneros. Las de Misiones de 1975 fueron las primeras elecciones tras el fallecimiento de Perón y las últimas antes del golpe de 1976. La pretensión de que su efecto político suplantara al de las legislativas se hizo añicos contra el deterioro galopante de la política y de la economía. Al interrumpirse el orden constitucional fue imposible saber si los resultados de Misiones favorables para el oficialismo y adversos para los radicales habrían tenido algún impacto sobre las siguientes presidenciales, que Isabel Perón quería organizar para el 17 de octubre de 1976.
El segundo malentendido consiste en sostener que salvo aquella vez siempre hubo elecciones “de medio término”, cuando lo que se quiere decir, en todo caso, es que siempre hubo elecciones intermedias. Las elecciones de medio término, una expresión al parecer importada de Estados Unidos, son relativamente nuevas. Hasta ahora sólo hubo seis: 1997, 2001, 2005, 2009, 2013 y 2017. Porque con excepción del período 1973-76, hasta 1995 los mandatos presidenciales eran de seis años y en la mitad no pasaba nada. Es bien diferente, desde el punto de vista político y también técnico electoral, que haya una elección dentro de un período presidencial a que las elecciones fueran dos (las cuales tenían, como es lógico, distinta ponderación sobre el futuro).
Un tercer malentendido surge de la deformación demográfica de la Argentina, que concentra en la provincia de Buenos Aires a más del 37 por ciento de los votantes de todo el país, lo que hace que el resultado en ese distrito soslaye a veces a los de los otros 23 distritos. Las presidenciales, en cambio, son por distrito único.
Y el cuarto se refiere, justamente, a las lecturas contradictorias de los resultados que pueden hacerse en una legislativa, según se evalúe quién ganó en la provincia de Buenos Aires, quién ganó en cada una de las provincias, el total nacional de sufragios obtenidos o la cantidad de bancas conquistadas. Según nuevos usos y costumbres, las veinticuatro horas que siguen al cierre de la jornada electoral son determinantes para lacrar ante la sociedad la vanagloria del oficialismo o la de la oposición, gracias a que es común que aquellas lecturas diversas arrojen saldos cruzados. Con juegos de luces así Cristina Kirchner desconoció en su momento las derrotas de 2009 y 2013, cuyo recuerdo, sin embargo, quedaría asociado con Francisco de Narváez y con Sergio Massa, los candidatos bonaerenses que doblegaron al kirchnerismo.
Está visto que los frecuentes cambios de las reglas electorales dificultan el uso del pasado para entender el futuro. Elecciones de medio término con PASO adelante como las que vienen sólo tuvimos dos, las de 2013 y 2017. Ambas fueron antesalas de presidenciales en las que el oficialismo cayó derrotado. Sin embargo, las de 2013 las había perdido y las de 2017 las había ganado: triunfar en el medio término no necesariamente augura el éxito en las presidenciales, un supuesto que muchas veces se da por sentado quizás debido a que el radicalismo en los ochenta y el peronismo en los noventa perdieron elecciones legislativas antes de perder el poder.
Las reglas electorales en ocasiones pueden estimular resultados extraordinarios (un ejemplo lo dio el Frente para la Victoria en las legislativas de 2005 cuando casi duplicó el caudal de las singulares presidenciales de 2003, en las que el voto peronista se distribuyó en tres candidatos), pero los analistas prestan atención antes que nada a dos variables de la realidad: la situación económica y la unidad del peronismo. Este año se agregará la administración de la pandemia. Las tres variables son dinámicas, lo que impide por el momento hacer pronósticos fundados. Lo único seguro, y esto es fresco, es que habrá PASO, habrá elecciones, y serán apenas un poco más tarde de lo que estipulaba el Código Electoral.
© La Nación
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