Por Fernando Savater |
A veces una palabra es como un paisaje, le trae a uno recuerdos de momentos felices y charlas con amigos. Me pasa con la voz “ética”, de la que me ocupé bastante en mis vidas anteriores. Cuando la oigo algo se me despierta dentro, como el caballo del Libro de Job al que el clarín llama al combate. Ahora estoy perplejo ante ese comité de bioética consultado sin compromiso por el Gobierno para saber si debe pedirse una aceptación firmada a quienes, vacunados la primera vez con AstraZeneca, quieran repetir fármaco en la segunda y no mudarse a Pfizer.
Me imagino ―con un escalofrío― en ese comité y me abruma el compromiso, porque la verdad es que no sé nada de las diversas marcas de vacunas salvo lo que dicen los medios, no siempre unánimes en sus opiniones. ¿Deben explicitar su preferencia los que quieran AstraZeneca y no otra marca? ¿Por qué? ¿Está bien informada la gente sobre los efectos de cada vacuna o les pasa como a mí, que deben creer a unos expertos u otros según les dé? Y sobre todo ¿qué tiene que ver eso con la ética, Kant nos asista?
Según cuenta Voltaire en sus Cartas inglesas, las primeras que se arriesgaron a recibir la vacuna de la viruela fueron las niñas circasianas: las mujeres de esa etnia eran de insuperable belleza y un rostro estropeado por las pústulas causaba la ruina de la familia. En el Cáucaso opinaban otros comités de ética que los nuestros...
El único precepto con algo de contenido moral que se me ocurre sobre el tema pandémico es que debemos vacunarnos en cuanto podamos y con lo que podamos. Por nuestro bien, por los demás, por el frágil e imprescindible sistema sanitario. Hay originales que se niegan a vacunarse: confían en los científicos cuando diseñan un avión pero no una vacuna. Son supersticiosos de alta gama, los peores...
© El País (España)
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