Por Adrián Rocha
El agotamiento de todo modelo suele esbozar, en sus últimos espasmos, las pistas a partir de las cuales trazar los potenciales valores del nuevo comienzo. En el acercamiento del final de un episodio histórico pueden inscribirse los fundamentos del orden venidero, aunque nunca se dejan capturar con facilidad. Como señalara el más importante teórico político que diera la Argentina, Jorge Dotti, “el verdadero problema de la revolución no es hacerla, sino cerrarla”.
No cabe duda de que las señales acerca del final del modelo de sociedad pinochetista despuntan por todas partes y de diversas maneras en el Chile de hoy. No se trata, por cierto, de un proceso revolucionario, sino de un efervescente contexto desencadenado en 2019 por un estallido social, que en 2020 no ha cesado realmente, en el marco de una pandemia global que lanzó a segundo plano las agendas de todos los gobiernos.
Las pistas sobre este agotamiento pueden rastrearse desde hace varios años en el silencioso apartamiento de un creciente número electores, los impermeables de la política, de un lado, y en la intensificación de ciertas demandas sociales, de otro. A partir de la entrada en vigencia del registro automático y voto voluntario, en 2012, la caída de la participación electoral se profundizó. En efecto, en las elecciones municipales se pasó de un 58% en 2008 a 36% en 2016. En las presidenciales, la tasa de participación pasó de 59% en la segunda vuelta de 2009 a 49% en la segunda vuelta de 2017. Mientras, las disconformidades sociales aumentaban, hasta plasmarse en las protestas de octubre 2019.
En La democracia en América, al analizar la elección del presidente, Tocqueville se apresura en afirmar que “la elección del presidente importa solo moderadamente a cada ciudadano, pero importa a todos ellos”, agregando que “un interés, por pequeño que sea, adquiere gran relevancia en el momento en que se convierte en interés general”.
Las jornadas electivas celebradas los días 15 y 16 de mayo en Chile permiten extraer algunas observaciones en torno del interés general. Una de ellas, acaso la más contundente, es que el diseño económico y social establecido por Pinochet está llegando a su fin. Esto no significa, empero, que Chile se encamine hacia alguna forma de economía planificada. Resulta evidente que el modelo basado en un acelerado crecimiento económico, en donde la reducción de la pobreza y el aumento de los sectores medios coexistían con altos niveles de desigualdad, ha tocado fondo: el estallido social de octubre 2019, la decisión de las élites políticas –incluidos sectores de izquierda– de implementar un plebiscito y, finalmente, la elección de los convencionales constituyentes, dan cuenta de un proceso de cambio social que parece sentar las premisas de nuevos horizontes.
Las candidaturas independientes, en su mayoría compuestas por candidatos de izquierda no partidaria, han logrado hacerse con 48 de los 155 convencionales constituyentes. Han dado así una sorpresa, como también la dieron los 28 escaños de la lista Apruebo Dignidad, integrada por una izquierda partidaria con ribetes antisistema, muy alineada con el populismo de Podemos, por lo demás, hoy en declive en España. La centroderecha tradicional, agrupada en Chile Vamos, apenas se hizo de 37 convencionales, cuando su objetivo era contar con al menos un tercio de los 155. La centroizquierda, por su parte, aglutinada en la Lista del Apruebo, tuvo resultados más adversos aun, pues logró posicionar solo a 25 convencionales. 17 escaños quedan reservados para pueblos originarios.
Sin embargo, este auge de la izquierda cohabita con el declive pronunciado de la participación electoral, pues en las elecciones del fin de semana solo participaron 6,458,760 electores, esto es, el 43.35% de los 14,900,190 empadronados. Los impermeables a la política demuestran entonces una relación casi nula con el interés general, que puede identificarse sin pruritos con la Constitución Nacional, precisamente esa que Chile se apunta a elaborar.
Ante esto, cobra fuerza la inquietud acerca de la legitimidad del proceso electoral. La cuestión más preocupante anida en que la Convención Constituyente estará integrada en su mayoría por convencionales de izquierda (independientes y partidarios) y, como el nivel de participación fue, esta vez, muy bajo, puede pasar que cuando deba efectuarse el plebiscito de salida –en el que la sociedad deberá ratificar si está de acuerdo con la nueva ley fundamental– se presente una crisis de legitimidad de la nueva Constitución, pues el voto en esa instancia será obligatorio. En tal supuesto, el sector impermeable a la política que ha ido creciendo podría desestabilizar lo que hasta ahora muchos festejan como algo natural: que Chile está representado por esos 6,458,760 electores.
Acaso no resulte exagerado afirmar que existen “dos países”: un Chile movilizado, comprometido con la política, y otro impermeable, incluso indescifrable, cuyas preferencias y demandas de momento se encuentran en un limbo. Así, Chile enfrenta un escenario altamente adverso que, por la naturaleza misma del sistema de voto voluntario, podría desatar una crisis más profunda.
La fortuna, la exaltación del espíritu de cambio y el acabamiento de un modelo económico despiertan la sensación de que nuevos vientos soplan en el Chile del siglo XXI. Citando una vez más a Tocqueville: “cierto que tan pronto como la fortuna se ha pronunciado este ardor se disipa, todo se calma y las aguas, un momento desbordadas, vuelven tranquilamente a su cauce. Pero, ¿no es sorprendente que la tormenta haya podido desencadenarse?”
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