Por Juan Manuel De Prada |
La demagogia contemporánea ha encontrado en la adjudicación de las becas de estudios uno de sus festines predilectos. Suele decirse que el Estado debe garantizar que quien ‘desea’ estudiar pueda hacerlo; afirmación demente donde las haya, porque el gobernante no está para subvenir las voliciones y deseos de la gente, sino para atender el bien común. Por la misma regla de tres podría decirse que el Estado debe garantizar que quien quiera viajar (¡siempre que sean viajes formativos, oiga!) pueda.
Detrás de esta consigna demagógica hallamos una tergiversación sentimentaloide del principio de igualdad, así como una aceptación desquiciada del deseo personal como título legítimo para la vindicación de supuestos derechos.
El gobernante debe garantizar un fácil acceso a la educación, procurando que sea gratuita y universal; pues un pueblo con acceso al conocimiento tiene más posibilidades de mejorar (y su mejoramiento redundará en bien de todos). Pero, una vez garantizado este acceso, el gobernante ha cumplido con su obligación elemental; y, a partir de ese momento, su obligación no consistirá en garantizar una beca a quien ‘desee’ estudiar, aunque no sirva para los estudios; sino en garantizar que quien tenga vocación para los estudios pueda disfrutar de una beca, en caso de que no pueda pagárselos, y en lograr que quien no tenga vocación para los estudios sea apartado de los mismos, aunque pueda pagárselos. Pues favorecer que quienes no tienen vocación para el estudio puedan hacerlo porque así es su ‘deseo’ sólo sirve para degradar la vocación del estudio.
Así que un gobernante que orientase su acción por la búsqueda sin sentimentalismos del bien común adjudicaría becas a quienes han demostrado dotes para el estudio, recompensando su valía; y, al mismo tiempo, endurecería las condiciones generales para seguir estudiando, de tal modo que los hijos de las familias más ricas no tuviesen ventaja alguna sobre los hijos de familias más menesterosas. El deseo personal no puede ser razón para disfrutar de una beca; pero tampoco la mera disposición de recursos económicos debe ser disculpa para poder estudiar. Todo lo demás es demagogia burda con la que se pretende halagar a los vagos y subvertir el principio de igualdad. Observaba Tocqueville que «la igualdad produce dos tendencias: la una conduce directamente a los hombres a la independencia; la otra les conduce por un camino más largo y más secreto, pero más seguro, hacia la servidumbre». No cabe duda alguna de que nuestra época ha decidido tomar el camino de la servidumbre.
En su pasaje de su diálogo sobre la República, Platón nos cuenta que, cuando los dioses moldearon a los hombres, introdujeron diversos metales en sus almas: oro en las almas de quienes estaban más dotados para el estudio, plata en las almas de los medianamente dotados, bronce o hierro en las almas de los escasamente dotados (que, sin embargo, pueden tener habilidades excelentes para oficios que no requieran estudio). Y añade Platón: «Puede darse el caso de que nazca un hijo de plata de un padre de oro o un hijo de oro de un padre de plata o que se produzca cualquier otra combinación semejante. Pues bien, el primero y principal mandato que tiene impuesto la divinidad sobre los magistrados ordena que, de todas las cosas en que deben comportarse como buenos guardianes, no haya ninguna a que dediquen mayor atención que a las combinaciones de los metales de que están compuestas las almas de los niños. Y si uno de estos, aunque sea su propio hijo, tiene en la suya parte de bronce o de hierro, el gobernante debe estimar su naturaleza en lo que realmente vale y relegarle, sin la más mínima conmiseración».
En este breve párrafo se condensan los dos objetivos primordiales (y plenamente congruentes) de todo proyecto educativo cabal. Por un lado, la necesidad de una educación universal que haga caso omiso de la procedencia social de los alumnos. Por otro, la obligación de atender a las aptitudes de esos alumnos, para que quienes están mejor dotados para el estudio puedan estudiar aunque carezcan de medios y para que quienes están peor dotados sean apartados, por mucho que ‘deseen’ seguir estudiando y aunque sean hijos del hombre más rico y poderoso. Resulta muy significativo que la demagogia contemporánea pretenda presentar como irreconciliables estos dos objetivos, que para Platón estaban íntimamente unidos.
En el fondo, los demagogos que reparten becas entre los pobres que ‘desean’ estudiar, aunque no sirvan para ello, son los sostenedores de un sistema educativo corrupto que permite estudiar a los ricos, aunque sean los mayores ceporros del mundo.
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