Los mártires de Chicago
Por Jorge Núñez (*)
El 1° de mayo como Día Internacional de los Trabajadores fue establecido en 1889 por la Segunda Internacional (asociación de partidos de izquierda, con fuerte base en Europa), en homenaje a los Mártires de Chicago del año 1886, un grupo de obreros acusados injustamente de realizar un atentado con explosivos -la denominada Revuelta de Haynarket-, que fueron juzgados y ejecutados de manera sumaria en los Estados Unidos.
Un año después, en 1890, en una Argentina envuelta en una profunda crisis política y económica (que se resolverá con la renuncia del presidente Miguel Juárez Celman), los trabajadores realizaron el primer mitin del 1° de mayo. ¿Fue una conmemoración o una celebración? Parece una disquisición semántica pero no es así. Si recurrimos al diccionario de la Real Academia Española (RAE) nos indica que conmemorar es “recordar solemnemente algo o a alguien, en especial con un acto o un monumento”. Por el contrario, entre las acepciones de la palabra celebrar dice “realizar un acto festivo por algo que lo merece” y “mostrar o sentir alegría o agrado por algo”. Así, como veremos, por la situación de la clase trabajadora en nuestro país los 1° de mayo no había mucho -no había nada- que festejar y era la ocasión propicia para presentar los reclamos ante las autoridades: jornada laboral de 8 horas; regular el trabajo infantil y de las mujeres; abolir el trabajo nocturno; inspeccionar las condiciones de seguridad en talleres y fábricas; bajar los elevados costos de los alquileres; promover la vivienda obrera y un largo etcétera.
Señalábamos que la primera conmemoración fue en 1890, en el Prado Español (ubicado en el barrio capitalino de la Recoleta), ese día asistieron más de tres mil obreros y obreras; se escucharon discursos en castellano, italiano, francés y alemán (lo que nos da una idea de la composición de aquella clase obrera).
Ahora bien, ¿cómo era esa Argentina de fines del siglo XIX? El país se estaba insertando en el sistema capitalista mundial como exportador de productos agropecuarios (cereales y carne) e importador de bienes de capital, en su mayoría británicos y estaba recibiendo un “aluvión inmigratorio”, de trabajadores principalmente de Italia y España. Algunos de ellos tenían tradición en el anarquismo y en el socialismo e iban a conformar sus organizaciones sindicales y poner en práctica la principal herramienta de lucha obrera: la huelga. Ante la irrupción de los sindicatos y las huelgas, el Estado argentino tomó dos caminos diferentes: por un lado, negó el conflicto, no tenía razón de ser en esta tierra y por ende, había que extirparlo; ¿de qué modo? con la sanción de la Ley de Residencia (1902) por la cual se deportaba a los “agitadores” extranjeros a sus países de origen. También, se especializó la Policía de la Capital de la mano de Ramón L. Falcón, infiltrando agentes en asambleas obreras, se reprimió duramente las manifestaciones y se sancionó la Ley de Defensa Social (1910), que dictó el Estado de Sitio, limitó al extremo la actividad política obrera, clausuró imprentas y locales, etc. Por el otro lado, se procuró “integrar” al sistema político a sectores como los socialistas (a partir de una ley promovida por el ministro del Interior Joaquín V. González), comenzó a intervenirse tibiamente en la relación entre empresarios y trabajadores con la creación del Departamento Nacional del Trabajo (1907) y con la Ley Sáenz Peña del voto universal (masculino), secreto y obligatorio se logró la participación electoral de la Unión Cívica Radical (pocos años después, se produjo el triunfo presidencial de Hipólito Yrigoyen).
Dijimos que la represión fue un elemento central en la Argentina de esos años. Por ejemplo, el sábado 1° de mayo de 1909, un día frio pero con sol, se realizaron dos actos obreros. Uno convocado por la UGT (Unión General de Trabajadores), liderada por el socialismo que levantaba algunos reclamos pero con un sentido moderado, organizado y festivo y otro por la FORA (Federación Obrera Regional Argentina), de tendencia anarquista que reivindicaba la huelga general y la lucha contra el sistema. El mitin anarquista fue seguido de cerca por la policía. Más de setenta mil obreros se reunieron en la Plaza Lorea (cercana al Congreso Nacional) gritando “vivas a la anarquía” y esgrimiendo los tradicionales reclamos laborales: mejor paga, menos horas de trabajo. El coronel Ramón L. Falcón observaba con desdén la manifestación: siempre había despreciado a las clases bajas. Sin mediar ninguna agresión, ordenó la represión del acto. El resultado fue de ocho obreros asesinados y medio centenar de heridos. Cuando la prensa lo consultó por qué ordenó la represión, Falcón se ufanó diciendo que fue “porque los obreros enarbolaban banderas rojas y no la celeste y blanca”. ¿Hubo responsables o condenados por tamaño accionar? Ninguno. Jorge H. Frías, el fiscal a cargo de la investigación, indicó que Falcón había sido previamente atacado y que actuó repeliendo la agresión.
Ese día, Simón Radowitzky, un joven ucraniano de apenas 18 años, de orígenes humildes, juró vengarse del Coronel Falcón. Así, comenzó a realizar tareas de inteligencia sobre el Jefe de Policía: ¿dónde vivía? ¿horarios? ¿rutina?; ¿custodia?; al mismo tiempo, empezó a fabricar una bomba casera con piezas que se llevaba de la fábrica donde trabajaba. La bomba la guardó debajo de la cama de la mísera habitación que compartía con otros obreros. Hasta que llegó el día. El 14 de noviembre de 1909, seis meses después de la masacre de la “Semana Roja”, Radowitzky logró vengar a sus hermanos de clase. Ese día, domingo, Falcón salía del Cementerio de la Recoleta, donde asistió a despedir los restos de su amigo Antonio Ballvé, Director de la Penitenciaría Nacional.
Trepó al carruaje en el que estaba su fiel secretario Alberto Lartigau; tomaron por la Avenida Callao y en ese momento apareció un joven corriendo, con un paquete en la mano. Radowitzky les arrojó la bomba y los ocupantes del carruaje fueron despedazados. Para horror de las elites, un joven ucraniano, obrero y judío asesinaba al célebre Jefe de Policía, al valeroso oficial de la Campaña al “Desierto”. Al comprobarse que era menor de 21 años y que no se le podía aplicar la pena de muerte establecida en el Código Penal (en aquel entonces, todavía no había campos de concentración y vuelos de la muerte y las clases dominantes, tenían cierto apego al ordenamiento jurídico), fue condenado a reclusión perpetua y enviado a la cárcel del fin del mundo, en Ushuaia. Saldrá de allí dos décadas después, en 1930, gracias a un indulto del entonces presidente radical Hipólito Yrigoyen.
Retomemos el recorrido histórico de los 1° de mayo: en el año 1925, el presidente Marcelo Torcuato de Alvear lo estableció como feriado permanente considerando que ese día “en gran parte del mundo civilizado” estaba destinado al descanso de los trabajadores y además, que también un 1° de mayo, pero de 1853, se había firmado en Santa Fe la Constitución Nacional.
En la década de 1930, caracterizada por el primer golpe militar, el uso sistemático del fraude, la corrupción, la violencia política y en que la Iglesia Católica empieza a ocupar un rol preponderante, desde el Estado, se procuró convertir al 1° de mayo en una celebración que incluyese a toda la sociedad, sin distinciones. Era momento de dejar atrás esa idea originaria de rebeldía, de lucha, de expresión de odios y transformarla en un homenaje al orden, a la familia y a las instituciones. Así, por ejemplo, en 1938, el periódico “El Domingo” afirmaba que “Argentinos y extranjeros unamos nuestros corazones en este día para pedir a Dios que quite del camino de la patria las luchas de clases, los rencores que ellas dejan entre vencidos y vencedores y que, presididos por el espíritu de solidaridad y amor entre los hombres, podamos llegar a ofrecer al mundo el más hermoso espectáculo de fraternidad humana, de justicia y paz social”.
En la década de 1940, con la llegada del peronismo al poder, vemos algunas continuidades discursivas sobre el 1° de mayo en relación a los años 1930. Ésta era ahora una Fiesta de Trabajo y de Paz, ya no más un modo de protesta del proletariado oprimido por la oligarquía –instrumento del capitalismo imperialista que no tiene alma, no respeta patrias ni reconoce banderas–, como enunciaba el periódico “Mañana”.
Ahora bien, en esencia, lo que había transformado una jornada de lucha y reclamo en una fiesta obrera, había sido la notoria mejora del nivel de vida de las y los trabajadores: aumentos salariales permanentes, convenios colectivos de trabajo, aguinaldo, vacaciones pagas, indemnizaciones por despido y por accidentes de trabajo, masiva afiliación sindical, planes de vivienda y un larguísimo etcétera. Para el gobierno peronista, se había dignificado a la clase obrera y ya no había motivos para reclamar. De hecho, el 1° de mayo pierde significancia ante una nueva fecha, el 17 de octubre (en 1945, fue el día de la liberación de Perón, del nacimiento del peronismo), transformado en el “Día de la Lealtad”, de la masa hacia su líder indiscutido: Juan Domingo Perón.
Procuramos realizar un breve -e incompleto- recorrido histórico por los 1° de mayo en la Argentina, desde 1890 hasta 1947. Hoy en día, la situación de importantes sectores de la clase trabajadora en nuestro país es dramática: altísimo porcentaje de trabajo informal “en negro”; salarios por debajo de la línea de pobreza; dirigencias sindicales millonarias que no representan los intereses de sus afiliados, pobres; altos niveles de desocupación. Situación dramática, previa al COVID-19, que la pandemia no hizo más que profundizar. Este recorrido histórico nos muestra que la clase trabajadora siempre luchó por sus intereses, que fue perseguida, deportada, reprimida, que tuvo malos y buenos momentos, pero que siempre está. Es la que construye día a día, con sus manos, nuestro país. Feliz día a las y los trabajadores argentinos.
(*) Historiador
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