Por Gustavo González |
Imagínense si no existieran los partidos que hoy existen y solo quedaran los dirigentes actuales. E imaginemos que todo empezara de cero. La pregunta sería: sin esos partidos y sin sus pasados, ¿cómo se realinearían los dirigentes políticos que conocemos?
A veces, hacer política ficción ayuda a comprender mejor por qué pasa lo que pasa.
En este caso, el juego puede servir para entender hasta dónde lo que ahora dicen y hacen nuestros dirigentes tiene que ver con lo que de verdad creen, y hasta dónde solo se trata de prejuicios, conveniencias o necesidades partidarias y electorales.
Ejercicio. Por ejemplo, cómo se alinearían en ese escenario Alberto Fernández, Larreta, Vidal, Massa, Lavagna, Lousteau, Pichetto, Stolbizer, Randazzo y la mayoría de los gobernadores. ¿Estarían enfrentados desde las posiciones antagónicas que muestran hoy?
Es política ficción, pero tiendo a creer que sus pensamientos no serían incompatibles, que podrían dialogar y acordar si no estuvieran condicionados por sus internas partidarias. Tampoco me cuesta imaginarlos dentro del mismo sector político, en distintas líneas internas. Hasta incluiría a dirigentes como Patricia Bullrich, Alfredo Cornejo y algunos miembros de La Cámpora, que suelen tomarse como casos extremos de la grieta y que, en privado, no parecen ni tan extremos ni tan irreconciliables.
Para seguir con la hipótesis y usando categorías ideológicas y no partidarias, a todos estos políticos (probablemente representantes de una amplia mayoría social) se los podría encuadrar en un abanico que va de la socialdemocracia al socialcristianismo, con una orientación económica que contemple el rol del Estado en áreas claves y priorice la actividad privada como eje del desarrollo.
Quizá sea demasiado aventurado imaginarlos en un mismo espacio político, pero aun ubicados en espacios diferentes, no parecerían estar en las antípodas ideológicas.
Si este ejercicio fuera verosímil, quedaría expuesto que al quitar del análisis el factor partidario y los prejuicios que de allí se derivan, podrían desaparecer o suavizarse diferencias que parecen irreductibles.
¿Será así? ¿Es posible que la cuestión partidaria a las puertas de una campaña pueda más que el temor a la pandemia? Si se asumiera que lo que hace imposible el entendimiento es la necesidad de responder a las respectivas internas, ¿habría chances de generar un paraguas de racionalidad, al menos mientras dure la emergencia sanitaria?
Conveniencia. En diciembre de 2018, propuse en esta columna un juego similar: “Imagínense que Cristina no existiera. Sin Cristina en escena, el gran protagonista de la campaña sería el Gobierno y su gestión: el nivel de crecimiento del país en los cuatro años de Macri; y la inflación, pobreza y endeudamiento que dejó. Sin Cristina, aparecería un candidato opositor con más chances de convencer al electorado de que la gestión de Cambiemos no funcionó”.
Cinco meses después, Cristina hizo lo que nadie esperaba. No por desprendimiento, sino por conveniencia. Porque aceptó que si no se bajaba, perdería: Alberto podría volver a “traicionarla”, pero ella estaría ahí para condicionarlo; y cualquier cosa sería preferible a que continuara Macri.
Los juegos de la política ficción sirven para eso, para saber si el ruido del presente está condicionado por circunstancias que parecen de fondo, pero son solo de forma. Y sirven para pensar qué pasaría si se lograra despejarlas.
Con más de un año de pandemia, en medio de una emergencia sanitaria y económica, con partes diarios de alrededor de 30 mil nuevos contagiados y 500 fallecidos, ¿entenderán los líderes políticos que si no privilegian la resolución de esos conflictos por encima de los intereses partidarios, el resultado puede terminar con todos ellos? Incluso hablando literalmente, porque también entre ellos habrá muertos.
Como en el caso de Cristina, ni siquiera sería apelar a objetivos nobles: en un escenario de destrucción general, perderán oficialistas y opositores. Ninguno conseguirá beneficios porque no habrá futuro en el que aprovecharlos.
Deponer armas. Esta semana, Marcelo Longobardi fue muy criticado por decir que se iba a “tener que formatear a la Argentina de un modo más autoritario”. Después debió aclarar que se refería a un temor que es real: la historia demuestra que en momentos límite, cuando los políticos clásicos no están a la altura de las circunstancias, pueden aparecer autócratas o personajes extravagantes. Uno de ellos acaba de gobernar por cuatro años la principal potencia mundial, otro preside el mayor país de Sudamérica. Y el pasado argentino está plagado de ejemplos infinitamente más graves.
Hoy, “estar a la altura” ni siquiera significaría alcanzar un acuerdo estratégico para gobernar con mayorías más amplias y conciliar políticas de Estado que se mantengan más allá de los gobiernos. Que es a lo que debería aspirar un país razonable.
“Estar a la altura” sería, apenas, deponer el clima bélico actual y volver a escenificar, como al principio de la pandemia, un marco de diálogo entre el gobierno nacional y las autonomías provinciales.
O sea, que la sociedad perciba que es comandada por personas moderadas y educadas, que no insultan ni falsean datos para beneficiar a su frente partidario y perjudicar al del otro. Sería regenerar el clima de los primeros meses de la pandemia: conferencias compartidas por el Presidente, Larreta, Kicillof y gobernadores de los distintos partidos; exponiendo un consenso sobre las medidas a tomar, a partir de las opiniones de especialistas y de la evaluación política y económica que hagan.
Una mayoría social daría, como ya dio el año pasado, una segura aprobación hacia lo que sería una señal de madurez de sus dirigentes.
Falso abismo. La figura del “paraguas” es habitual en la práctica diplomática. Aquí se hizo conocida cuando Alfonsín primero y Menem después la propusieron para que el conflicto por Malvinas con Gran Bretaña no impidiera la existencia de vínculos institucionales y comerciales: todo lo referido al tema de las islas permanecería bajo un “paraguas diplomático”, un espacio de discusión que no contaminaría ni sería contaminado por el resto de las relaciones.
La emergencia actual necesita un urgente “paraguas sanitario” que separe el tratamiento de la pandemia del resto de los conflictos políticos y partidarios. Un signo de racionalidad colectiva para que la grieta no agregue más tensiones a las incertidumbres que de por sí genera el covid.
Es cierto que en cada uno de los sectores existen negacionistas del consenso, pero la mayoría tiene la obligación de escapar de este falso abismo personal y político en el que se encuentran. En especial los que tienen responsabilidades ejecutivas, empezando por el Presidente.
Parafraseando a Goethe, deben construir un paraguas sanitario que no los obligue a estar de acuerdo en todo, sino a marchar por el mismo camino en lo esencial.
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