Por Carmen Posadas |
Las noticias se suceden a tal velocidad que, posiblemente, cuando lean ustedes estas líneas, la tan cacareada entrevista de Oprah Winfrey a los duques de Sussex ya será olvido. O tal vez no, y se hayan producido cuatro o cinco nuevos suculentos capítulos más en esa interminable saga. Sea como fuere, me gustaría volver por un momento a tan bien escenificada entrevista para comentar algo que se me ocurrió mientras la veía.
He llamado a este artículo Meghan Markle como síntoma porque su actuación (en el más literal y teatral sentido de la palabra) me pareció un ejemplo paradigmático de algo que vemos cada vez con más frecuencia.
Me refiero a las denuncias en los medios de comunicación de supuestas faltas o delitos, a sabiendas de que, sin necesidad de prueba alguna, quien acusa públicamente tiene un plus de verosimilitud. Sobre todo si lo que denuncia está relacionado con una de estas tres palabras: racismo, machismo, fascismo. Por eso bastó que la duquesa de Sussex bajara la vista, tartamudeara levemente al decir: «Alguien en la familia real expresó su preocupación…» (ojo, aquí una pequeña pausa dramática) «… por el color de la piel de nuestro hijo aún no nacido», para levantar un vendaval de proporciones incalculables. Oprah Winfrey, por su parte, también decidió contribuir a causa tan noble abriendo mucho la boca antes de exclamar: «What?» y, siete millones de dólares más tarde, la entrevista se convirtió en pesadilla para los Windsor.
Desde los remotísimos tiempos en los que David acabó con el gigante Goliat de un certero cantazo, no se había producido un fenómeno de características similares. Y no hablo ahora de Meghan, ella, como digo, sólo es un síntoma. Hablo de que nunca como ahora en la historia los Davides de este mundo tienen tan a mano convertirse en matagigantes. ¿Espléndida noticia, piensan ustedes? ¿Ya era hora de que cambiaran las tornas? Sí, quizá y, sin embargo, no está de más analizar esta buena nueva con un poco más de detenimiento. En efecto, es así; matar gigantes resulta más sencillo que nunca y está al alcance de cualquiera porque en los juicios mediáticos las pruebas son irrelevantes. Basta con invocar una de las tres palabras-talismán antes mencionadas.
De todas ellas la más multiuso es ‘fascista’. ¿Qué es un fascista? Sencillamente todo aquel que no piense como yo. Úsese a troche y moche y, por increíble que parezca, se comprobará que ejerce sobre el contrario, ya sea un Goliat o un rival cualquiera, un curioso efecto paralizante. Mudos se quedan todos, inermes también. Sin embargo, y sin desmerecer los méritos de vocablo tan eficaz, existen otros más letales. Como bien sabe Meghan Markle, ‘racista’ es infalible, sobre todo cuando se usa contra un poderoso. Da igual que sea testa coronada, político, también un artista, un escritor… con todos acaba, sobre todo si la acusación se repite y replica en esa infinita galería de espejos deformantes de la realidad que son las redes sociales. Aun así existe otra acusación más útil todavía, y es ‘machista’, en especial cuando se asocia a sus feos parientes ‘acosador’ o ‘maltratador’. A estos tres epítetos ningún hombre sobrevive. En especial, en los Estados Unidos, donde –a menos que uno sea Donald Trump, que entonces no pasa nada– su sola mención basta para acabar con quien sea. Sin pruebas, sólo con la palabra de quien acusa.
Que David tumbe a Goliat lanzando apenas una acusación resulta liberador, y que tres sílabas pronunciadas por Meghan Markle basten para hacer tambalear la Casa Real británica da morbazo. Pero ¿qué ocurre cuando, en el imaginario general, que es muy potente, ‘acusación’ equivale cada vez más a ‘culpabilidad’? Si en una sociedad empieza a desdibujarse el valor de las leyes y las normas (hablo ahora de presunción de inocencia y de que la carga de la prueba recaiga en el acusador) que en su día se establecieron para proteger a los débiles de los poderosos, a la larga ¿quién saldrá más perjudicado? Quizá los Goliats de este mundo sufran al principio, pero ellos siempre encuentran el modo de hacer valer sus derechos. No así los débiles. No así los Davides que son –somos– el noventa por ciento de la población. Y entonces, cuando el ejemplo cunda, ¿cómo nos defenderemos?, ¿con tirachinas?
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