Por Pablo Mendelevich |
Pedro Castillo, un maestro de escuela rural que es hijo de padres analfabetos, fue el domingo a votar a caballo. Votó en su pueblo, a unos mil kilómetros de Lima, pero cuando llegó al lugar el animal se le encabritó. Demasiada gente alrededor, mucho griterío. Y eso que faltaban algunas horas para que se confirmase que el jinete estaba teniendo un buen día. Había ganado las elecciones presidenciales en primera vuelta.
Perú exhibe cierta experiencia en el encumbramiento súbito de presidentes ajenos a las ligas mayores de la política. El propio ingeniero Alberto Fujimori era un auténtico desconocido poco antes de ganarle en 1990 un ballotage a Mario Vargas Llosa con casi 63 por ciento. Los peruanos también tienen un álbum, que está encabezado por Ollanta Humala, de presidentes como nuestro Carlos Menem, esos que antes de ascender parecen una cosa y después resultan ser otra.
Nadie sabe si en la hipótesis de que gane la segunda vuelta y acceda a la presidencia el fogoso maestro de a caballo, simpatizante del régimen venezolano, a la vez machista, antiabortista y refractario del matrimonio igualitario, no acabará siendo un izquierdista pasteurizado. Ni si conseguirá sostenerse en el indomable sillón presidencial peruano que cada día se parece más a un toro mecánico.
En Buenos Aires, en el alba de la semana, se les prestó mayor atención a las elecciones ecuatorianas que a las peruanas -ambas se realizaron el domingo- no sólo porque lo de Ecuador fue una definición (era la segunda vuelta) sino por el estruendo que hizo la caída del correísmo. Suceso que en Barrio Norte no golpeó una vez el ánimo de Cristina Kirchner, lo golpeó dos veces. La primera, debido a que el kirchnerismo estaba convencido de que ganaría Andrés Arauz, el candidato amigo, a quien Alberto Fernández, de reconocida generosidad en la materia, llegó a ofrecer conseguirle (no es un chiste) más de cuatro millones de vacunas. Si ganaba, claro. Y la segunda, porque ahora se atribuye la proeza electoral del conservador Guillermo Lasso de remontar un módico segundo puesto en la primera vuelta al consultor Jaime Durán Barba, reputado en el planeta K como la materia gris del hediondo macrismo. Lo bueno para el kirchnerismo es que podrá renovar las descalificaciones a Durán Barba sin necesidad de producir nueva literatura.
De Perú se apreció que la candidata izquierdista Veronika Mendoza, a quien el kirchnerismo miró siempre con aprecio, no tenía muchas más chances de entrar al ballotage que en 2016, cuando terminó tercera (desempeño que ahora, a los 40 años, ella recordará con nostalgia, ya que con 7,9% quedó sexta). Pero en nuestro país tal vez todavía no llegó a advertirse que la política peruana inmediata podría entrarnos por la ventana. No ya por las pretendidas sincronizaciones ideológicas -como las que tras tener éxito en Bolivia y fallar en Ecuador buscarán oxigenarse en Chile y Brasil- sino por otros motivos: juegos de espejos que están relacionados con la corrupción y las causas judiciales.
Recordemos que el gobierno argentino tiene por costumbre medir la calidad institucional en América latina con una varilla ideológica que hunde país por país: si gobierna un amigo, hay democracia. Y si no, está todo podrido. No se trata de sutiles jugadas marinadas en el arte de la diplomacia. En diciembre Cristina Kirchner se sacó una foto con “su” candidato ecuatoriano, el economista Arauz -el que el domingo perdió-, y compuso un tuit que decía: “¿En serio Lenín Moreno pretende que el resto del mundo crea que en Ecuador hay democracia?”. Huelga aclarar que la colección 2020/2021 de los “¿en serio…?” no alcanzó a ocuparse de Cuba ni de Venezuela. Mucho menos se esperan ironías con la respetable democracia de Putin, Dios y la Sputnik nos guarden.
Pero volvamos a Perú, país hermano menos proclive a generar eso, hermanos, militantemente hablando. Un hermano de la Patria Grande que luzca musculoso. Como aquel primer Alan García cuyo nombre usaba el peronismo para hacer rimas destinadas a fastidiar a Alfonsín, el Alan García que llegó a presidente con 35 años y discurso antiimperlista, no el más moderado de la segunda vez, coetáneo de los Kirchner, ni el que se pegó un tiro –para qué recordar eso- cuando lo fueron a detener por la causa de los sobornos de Odebrecht.
El asunto es que el domingo, en un reparto extremadamente atomizado de los votos entre 18 candidatos, quien salió segundo fue Keiko Fujimori, la hija del presidente autogolpista de los noventa. Con algo como el 13 por ciento (son porcentajes redondos) irá de nuevo al ballotage –su tercera vez- contra un primero que parte, apenas, del 19 por ciento.
Keiko, por su potencia opositora y conspirativa no hace muchos años calificada como la mujer más poderosa del Perú, sufre un trastorno electoral parecido al de Cristina Kirchner en 2019 y al de Menem en 2003: un voto rechazo feroz. Pero su participación en el ballotage garantiza la remake del clásico fujimorismo versus antifujimorismo. A la vez hay una polarización territorial notoria. Castillo, además de maestro líder de un gremio con medio millón de afiliados (una huelga nacional docente lo proyectó en 2017), ganó en las regiones con la misma sorprendente intensidad con la que Lima le dio la espalda.
“Basta de pobres en un país rico”, sintetizaba en la campaña, jugando a ser el nuevo. Muchos analistas entienden que su inadvertido crecimiento de último momento, ligado a la expresión de estratos populares muy postergados, es desencanto, hartazgo, antes que reivindicación ideológica precisa y radicalizada. ¿Eso lo vuelve ahora más elástico para juntar los millones de votos que necesita? Sus propuestas hablan de nacionalizaciones. Mencionan los modelos económicos de Bolivia y Ecuador. Pero es probable que pida en la Argentina, cuyo modelo económico por algún motivo no lo entusiasma, una cuota de respaldo legitimador.
Hay dos escenarios. Gana el impredecible Castillo. O vuelve al poder la familia Fujimori. Keiko ya dijo que si llega a la presidencia libera a su padre, quien cumple una condena a 25 años por delitos de lesa humanidad. Ella misma estuvo presa y afronta un pedido de la fiscalía de 30 años de cárcel por lavado de dinero en la campaña de 2011.
La idea de Alberto Fujimori salvado desde el poder por su hija, se sumare ella o no a los beneficios judiciales, remite al plan al que Cristina Kirchner está consagrada, la búsqueda multifrontal de impunidad para sí y para sus hijos, un objetivo preelectoral que aquí no se hizo explícito. La vicepresidenta no habla de corrupción. Ni siquiera argumenta, como lo haría cualquier acusado injustamente de corrupto, que es inocente (sí lo dice Alberto Fernández, quien según el artículo 109° de la Constitución no puede hacerlo).
Su reacción esquiva las pruebas que la comprometen, tales como las declaraciones de los grandes empresarios que en la causa de los cuadernos confirmaron que le enviaban el dinero de las coimas a su casa. Se concentra en el contraataque. Lo denomina lawfare, en sintonía, entre otros, con su amigo Correa, prófugo de la justicia ecuatoriana, el mentor de Arauz.
El problema es que al lawfare lo definen como una confabulación de jueces y medios hegemónicos (que serían los diarios que más se venden) destinada a perseguir judicialmente a los presidentes y expresidentes latinoamericanos de la Patria Grande, a los líderes progresistas. ¿Y Fujimori? ¿También era del pelotón progresista?
Keiko lleva años diciéndose perseguida política. Algo sugiere que el debate peruano va a tener en la Argentina un eco especial.
© La Nación
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