Por Guillermo Piro |
Hay un pasaje de la novela El mundo según Garp, de John Irving, que no me canso de rememorar. Esa debe de ser la razón por la que no la olvido: porque cada tanto encuentro una buena ocasión para recordarla. Las cosas que pasan en los libros muchas veces ayudan a comprender lo que ocurre en el mundo. No siempre. A veces.
El mundo según Garp habla de muchas cosas, pero si tuviera que decir de qué trata en pocas palabras diría: es la historia de un hombre feliz que en cuanto conoce la paternidad se vuelve esclavo del amor de sus hijos. Y por lo tanto la felicidad se acaba.
Más o menos es eso. Irving es un escritor tremendamente moral, y eso lo lleva a poner de vez en cuando ratas en el camino del que pasea mirando el sol entre las copas de los árboles (Clarice Lispector habla de ese efecto en un breve relato). Irving tiende a concebir personajes felices, pero cree que es una falta de respeto, habiendo tanta gente en el mundo que sufre, no hacer que sus propios personajes sufran también un poco. De modo que Garp sufre. Mucho, no poco. Le ocurren cosas hermosas y cosas horribles. Pero ese no es el tema. Sigamos adelante.En determinado momento sus hijos, pongamos de 6 y 8 años, no lo recuerdo, son invitados a dormir en la casa de un amiguito. Su amiguito vive solo con su madre, de quien no sabemos nada. Garp tampoco sabe. Y esto, cuando esa noche intenta dormir, lo lleva a tener pensamientos incómodos, a saber: ¿sus hijos estarán bien en la casa del amigo?, ¿habrán comido bien?, ¿y si alguno de ellos se siente mal en este momento?, ¿y si se siente mal y todos duermen y él no tiene modo de avisar lo que está pasando?, ¿y si se escaparon los elefantes de un circo y en su huida pasaron por la casa mientras los chicos estaban en el jardín y los pisotearon? Finalmente Garp decide levantarse, vestirse e ir trotando a la casa del amiguito de sus hijos a ver con sus propios ojos si todo está en orden. Eso hace, y al llegar espía a través de la ventana y los ve allí, durmiendo plácidamente en los sillones. ¿Pero cómo saber que están durmiendo? ¿Y si estuvieran muertos? ¿Cómo saber desde afuera que adentro no hay un escape de gas? Así es como Garp decide entrar a la casa. Y lo que ocurre es otra historia.
Encuentro similitudes peligrosas entre los pensamientos que asaltan a Garp cuando no tiene cerca a sus hijos y los que me asaltan a mí cuando lo que no tengo cerca son mis libros. No soy de los que se solazan diciendo “los libros no se prestan ni se devuelven”, pero evito prestarlos solo para evitarme pensamientos oscuros y dramáticos. Las preguntas que me hago son de distinto orden que las que se hace Garp, pero de igual calidad: ¿si le pusieron al libro una pava caliente encima?, ¿si alguien volcó un vaso de gaseosa sobre él?, ¿si lo agarró su perro y en este momento lo está destrozando?, etc., etc.
Ser loco es ver todo como posible. Garp está loco, yo no. No trato de corroborar mis sospechas, simplemente la paso mal. Es por eso que en vez de prestarlos prefiero regalarlos. Si el libro que alguien me pide es fácil de conseguir, se lo regalo y compro otro. Si en cambio no es fácil de conseguir ofrezco fotocopias, e incluso puedo ofrecer quedarme con las fotocopias y regalo el libro (amo los libros fotocopiados tanto como los libros de carne y hueso).
Lo sorprendente es que un efecto similar tiene lugar cuando recibo un libro en préstamo: tanta energía me consume ocuparme de que esté a resguardo, tanto me preocupa su destino que prefiero devolverlo lo antes posible, liberarme de él, volver a mi vida libre y relajada, cuando no tenía ningún hijo del que preocuparme.
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