Por Sergio Suppo
Salud en terapia intensiva, educación aislada, economía asfixiada, pobreza sin remedio, justicia afiebrada, seguridad sin vacunas contra la delincuencia. La pandemia de coronavirus habilita mucho más que juegos de palabras; detona una crisis múltiple que pocos presidentes argentinos han debido enfrentar.
Suerte para la desgracia, la Argentina eligió a Alberto Fernández, que a su debilidad política de origen le agrega errores no forzados que achican su escaso margen de maniobra. Circunstancia compleja con un presidente de circunstancia.
En todo el mundo, los días de la pandemia plantean crisis políticas y cambios de humor social bruscos, reflejados en protestas virulentas y resultados electorales fuera de libreto. Basta un ejemplo, el más significativo: Donald Trump caminaba hacia su reelección en el invierno boreal cuando su desastrosa gestión del Covid-19 preparó el terreno para la presidencia demócrata de Joe Biden.
Aunque muchas de sus resoluciones buscan tener en cuenta las posibles consecuencias en la decisión de los votantes, los barquinazos de Fernández frente a la acumulación de casos que activó la segunda ola de contagios alejan hasta el inminente tiempo electoral.
Es imposible pensar a la Argentina frente a las elecciones de medio término de octubre o noviembre (la fecha precisa también depende de la pandemia), cuando el número de casos amenaza desbordar el sistema de salud en las zonas más pobladas del país.
Las decisiones de Fernández le son impuestas desde el núcleo dominante de la coalición que representa, tal como quedó reflejado en el cierre de las escuelas del conurbano y de la ciudad de Buenos Aires y del corte horario de las actividades nocturnas en esa misma zona. A medida que se acentúa la dependencia del Presidente de Cristina Kirchner y Axel Kicillof, también se consolida como consecuencia que el mayor costo de esas imposiciones sea cargado a su cuenta personal.
Es la administración de Fernández la que entró a fondo perdido en una guerra judicial con el gobierno porteño de Horacio Rodríguez Larreta sobre las clases presenciales. Y es también Fernández el que borró su eslogan de promocionarse como el presidente más federal. Será al menos dudosa esa pretensión luego de avasallar con un decreto de necesidad y urgencia el servicio educativo, una facultad no delegada de un distrito autónomo.
Tanto el mandatario como su entorno demostraron una rara habilidad para enojar, en apenas dos días y con un par de mensajes, a padres de alumnos, a los equipos de salud, a las familias de chicos discapacitados y a dueños y empleados del sector gastronómico. Confundir los rechazos que recogió con manifestaciones de la oposición, como pretendió el oficialismo, es minimizar la magnitud de esa seguidilla de traspiés.
Basta con mirar el horizonte inmediato de la pandemia para saber que no es necesario sumar nuevas equivocaciones a un escenario por lo menos incierto. La escalada de casos que precipitó las restricciones que Kicillof impuso a los bonaerenses y a los vecinos que gobierna Rodríguez Larreta encierra una incógnita por ahora sin respuesta: cuál es la resistencia del sistema de salud y, en particular, de los servicios de terapia intensiva.
Es lo que explica, en parte, que el rechazo que demostró Rodríguez Larreta, a caballo del enojo de sus votantes, no haya sido cerrado. El presidenciable que ayudan a construir Cristina y Fernández dejó la puerta abierta a una negociación de futuras restricciones. La exposición del dirigente de Juntos por el Cambio contrasta fuertemente con el silencio que eligieron la mayoría de los gobernadores. En el interior, las decisiones sanitarias corren por su cuenta y riesgo y tomar distancia del conflicto metropolitano es una conveniencia para oficialistas como para opositores.
Los números que comparten funcionarios nacionales y provinciales son igualmente inquietantes. La única diferencia que separa a Kicillof del resto de los mandatarios provinciales es el nivel de ansiedad. Ellos prefirieron retrasar todo lo posible la suspensión de la educación presencial y, en especial, de las actividades que volverán a sufrir cuarentenas inevitables.
De nuevo, hubo un error de cálculo que en los próximos días puede exhibir su costo. Ese error quedó expuesto en la demora de la llegada de las vacunas prometidas y en que el sistema de salud incorporó muy pocas camas de terapia intensiva con respiradores desde que se superó la primera ola, allá por octubre.
El Gobierno estimó que las vacunas empezarían a llegar por millones desde diciembre y que, a esta altura, gracias a la inmunización no habría rebrote ni segunda ola. Las vacunas no llegaron y la fuerte trepada de la curva de contagios muestra dos datos inquietantes: los enfermos son más jóvenes y los que deben ser internados ocupan las camas durante más tiempo.
Miles de pequeñas y medianas empresas quedaron heridas de muerte por la cuarentena impuesta durante tantos meses de 2020. Nadie imaginó que una situación así se repetiría un año después.
Un nuevo encierro serviría para evitar más contagios, pero también para liquidar incontables puestos de trabajo en un país que vuelve a encaminarse a indicadores sociales como los registrados hace 20 años. Es la vieja costumbre de visitar viejos fracasos.
© La Nación
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