Por Javier Marías |
Un editor veterano ha encargado la publicación de su correspondencia con colegas, autores y agentes. En el elefantiásico reportaje que una revista dedica a tal acontecimiento (16 páginas) figura una también larga entrevista, y en ella el editor dice que “es una lástima” que yo no quiera publicar mi correspondencia con él. “A mí me encantaría”, añade, “pero a él parece que no. Sería muy interesante, en especial” para mis lectores. En tan breve cita, el hombre se equivoca dos veces, pero a eso iré luego.
Unas fechas después, con motivo de la aparición de otra correspondencia, la mantenida entre un buen escritor y otro de repostería, me encuentro con las siguientes frases en una reseña sobre dicho epistolario: “La verdad de un escritor está en sus cartas, ese lugar en el que la privacidad invita a bajar la guardia, a escribir sin repeinar los instintos… Ahí van a parar debilidades y quejas, entusiasmos y reclamaciones, zozobras y vanidades”. Es una creencia que se ha hecho común en las últimas décadas, incluso tópica. No puedo estar más en desacuerdo con ella. El mundillo cultural parece haber enfermado mortalmente de chismorreo, y ha perdido el punto de vista. Las páginas de Cultura están llenas de noticias sobre migajas: si se encuentra un inédito insignificante de un literato, corren ríos de tinta sobre ello, derramados probablemente por quienes acaso ni lo han leído. Si se descubre un episodio mínimo de la vida de un escritor, ocurre otro tanto, y los biógrafos oportunistas se apresuran a extraer conclusiones, a menudo absurdas si no malévolas. Ya hablé la semana pasada de lo que llama la atención en los diarios, memorias o autobiografías, a saber: de quiénes habla mal quien las entrega a la imprenta. Lo mismo ocurre con las cartas: se bucea en ellas para subrayar los aspectos más antipáticos, sórdidos o desdichados de quienes las escribieron. Gusta mucho saber que tal autor o autora pasó penurias y se rebajó por su causa; o que fue un ambicioso de mala ley o un quejica; o que fue lenguaraz y puso a caldo a sus colegas. Nada de esto pertenece a la esfera de la literatura, sino a la del cotilleo, como si gratificara enterarse de que tal o cual Gran Escritor fue, en su vida privada, un muerto de hambre o un vendido, un trepa, un envidioso o un desleal con sus amigos, o que se portó fatal con su mujer o marido.
Qué errado ese reseñista. La verdad de un escritor solo reside en sus obras consentidas. Lo que llamamos Shakespeare es el conjunto de textos a él atribuidos, nada más. Así como lo que entendemos por Cervantes o Proust o Montaigne. Lo que les ocurriera a quienes estaban detrás de esos nombres es indiferente, como lo es lo que dijeran en confianza. Indagarlo y aventarlo es solo curiosidad malsana, porque los libros encierran cuanto hay en ellos, no lo que se queda fuera. Sé que esta es una postura hoy anticuada. Cómo no va a serlo, cuando el deporte favorito de la prensa y las redes es rastrear indicios de racismo, machismo u homofobia en todo el que pasó por el mundo. Ha dejado de importar que Faulkner o Twain escribieran obras maestras, solo cuenta que emplearon la palabra con n —como dicen los americanos pudibundos— en diálogos de sus obras, ergo… Da igual que Dickens o Eliot fueran portentos de la novela y la poesía, los condena que fueran infieles a sus mujeres o desabridos con ellas.
He dicho que el editor del principio se equivocaba dos veces al mencionarme. No es que yo no quiera que se publique mi correspondencia con él. Es que no deseo que se publique ninguna, de momento al menos, y mientras esté en mi mano autorizarlo o impedirlo. Y esas cartas no tendrían el menor interés para mis lectores, a los cuales, si algo, les importarán solo mis libros. Si he rechazado varias veces que se reúnan en un volumen las abundantes misivas que crucé con mi admirado Juan Benet, de enjundia intelectual y literaria —por su parte, más que nada—, ¿por qué habría de querer que vieran la luz las que intercambié con un editor ya remoto? En su día leí las mías y las suyas, obvio, y creo recordar que su significancia literaria es nula, más allá del mencionado chismorreo para enterados.
Es ya moneda corriente considerar que los epistolarios forman parte de la obra de un autor. Y justamente no: la obra es solo lo que ese escritor da a conocer en vida, voluntariamente y más o menos en plenitud de facultades. ¿Por qué nadie ha de leer las cartas enviadas a una persona con la que se hablaba en confianza y en privado? ¿Por qué nadie ha de asomarse a los arrebatos, lamentos, berrinches, maldiciones amorosas soltadas un día del que su autor ya no guarda memoria? ¿Por qué han de ser rescatados los denuestos o las lisonjas, las maldades de un mal momento, o el relato de una tristeza o agravio que se contó íntimamente a quien se tenía por amigo? ¿Por qué hay que fisgar en las debilidades y vanidades? El mundo actual finge admirar tanto a los maestros que se subasta hasta la lista de la lavandería de Conan Doyle. Vale para un fetichista que la adquiera a buen precio, pero ¿también es parte de su obra el número de calzoncillos y la frecuencia con que los enviaba a lavar? Por favor, dejémonos de tonterías y distingamos.
© El País Semanal
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