Por Guillermo Piro |
La historia de la lengua italiana es larga y compleja. Digamos, de manera sucinta, que nació como tal en 1861, cuando se proclamó el Reino de Italia y se volvió imperativo una lengua que aglutinase y permitiese la comunicación entre todos sus habitantes, que hablaban (y siguen hablando) mil lenguas (dialectos) diferentes. Luego de una aguerrida competencia se eligió el toscano por razones obvias y de peso: en toscano está escrita la Comedia de Dante Alighieri, el Cancionero de Francesco Pretrarca y el Decamerón de Giovanni Boccaccio.
Esto hizo que de inmediato se pusiera en funcionamiento un plan educativo en todo el territorio que incluía, naturalmente, la lengua italiana, que los habitantes del resto de la península tenían recién ahora razones para aprender. Es entonces una lengua reciente (en términos filológicos, hoy es domingo, por lo tanto podría decirse que la lengua italiana nació el martes pasado), lo que hace que quienes la hablan sin ser toscanos contaminen el habla, justamente para no pasar por lo que no son: toscanos. Es algo de lo que se vanaglorian todos los toscanos. Pero no todos en realidad. Antonio Tabucchi, por ejemplo, nacido en Vecchiano, un pequeño pueblo muy cerca de Pisa, en plena planicie toscana, no sentía tanto orgullo, sino más bien tristeza: todos hablaban dos lenguas, pero él hablaba una sola. (Es por eso que aprendió el portugués y tradujo al italiano los poemas de Pessoa: Tabucchi decía que el portugués era su dialecto, esa lengua que nos conecta con lo más amado y entrañable, la lengua de la infancia que él aprendió de grande).
Algo parecido le ocurre al personaje sin nombre de Dissipatio H.G. de Guido Morselli. Este hombre sube a la montaña para suicidarse, pero una razón ridícula le hace cambiar de idea y vuelve a bajar a su ciudad y se encuentra con que la especie humana (humanis generis, h.g.) se evaporó, se disipó (dissipatio): solo quedaron los huecos en los colchones y en las sillas de los cuerpos desaparecidos. Cuando comprende que quedó solo en el mundo, que es el último habitante de la Tierra, se pregunta si es el único que se salvó o el único que fue condenado.
Y así llegamos a una frase de Pessoa. Atención. “La mayor tragedia de mi vida: haber leído The Pickwick Papers. Porque ya no volveré a tener la experiencia de leerlo por primera vez”. Maravilloso. Imposible no estar más de acuerdo. No me refiero a Los papeles póstumos del Club Pickwick, sino a la frase de Pessoa aplicada a los libros que amamos en general, a esos que, en palabras de Kafka, son el hacha capaz de quebrar el mar helado que hay dentro de nosotros.
Siempre de manera sucinta, deformando y resumiendo ridículamente el problema: cuando leemos uno de esos libros-hacha de los que habla Kafka, ¿somos bendecidos o condenados? ¿Ganamos o perdemos?
La tragedia de Pessoa en mi caso se ve multiplicada, porque sufro con igual intensidad haber leído no uno, sino varios libros, y ya no poder volver a leerlos por primera vez: Viaje al fin de la noche, Muerte a crédito (Céline), Los siete pilares de la sabiduría (Lawrence), La vida en los pliegues (Michaux), El atestado (Le Clézio), Dissipatio H.G., del que hablé más arriba, La Habana para un infante difunto, Cuerpos divinos (Cabrera Infante), El cine según Hitchcock (Truffaut), Intruso en el polvo (Faulkner), Centuria (Manganelli), La dádiva (Nabokov), Fragmentos de un diario en los Alpes (Aira), Oración por Owen (Irving), Espejos negros, Paisaje lacustre con Pocahontas (Schmidt), La seducción (Gombrowicz), Wilcock, Cortázar, Lispector, Westlake, Chandler, Hammett... Todas son ocasiones perdidas.
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