jueves, 15 de abril de 2021

La suma de todos los miedos


Por Luis Tonelli

La primera ola de la pandemia en el país presentó el peor desenlace posible; récord de muertes y caída de diez puntos del PBI. Dos acotaciones de este penoso resultado: La primera es que, en general, el sistema hospitalario no colapsó, pero ni la cuarentena eterna ni las medidas restrictivas sociales sirvieron para bajar a cero el nivel de contagios. Ellos se amesetaron con su consecuente número de muertes, lo que llevó a tener las mismas víctimas que los países que nunca enclaustraron a la población.

La segunda acotación es que la economía cayó más de diez puntos, pero a diferencia de la crisis del 2001, esta caída se debió directamente a destrucción de capital y no a una híper devaluación como en aquella oportunidad.

Cada gran crisis del país, la de 1989, la del 2001, la larga recesión que comenzó en el 2012, y la del 2020 han agregado cada una 10% de pobreza en el país. De este modo, ya no tenemos una Argentina desfigurada por la crisis. El nuestro es ya un país muy diferente al país en donde nacimos y nos criamos los que tenemos más de cuarenta años.

Y siendo una Argentina muy diferente, resulta imperiosos entender qué cosas han cambiado rotundamente, y necesitan otro tipo de enfoque de políticas públicas -caso, todas las políticas que tienen que ver con lo social, ya que una cosa es educar, proveer salud y bienestar a un país con menos de 10 puntos de pobreza, y otra a uno con más de la mitad de los niños siendo pobres. Pero también que cosas no se han alterado, ya que, aunque los protagonistas de la política y la economía han ido variando, y con ellos el perfil del país, hay cosas esenciales que siguen funcionando de la misma manera. Y como dijo Albert Einstein, no esperes resultados diferentes al hacer las cosas como siempre.

Funcionamos mal y estamos cada vez peor. Y encima, el mundo demanda cada vez más un funcionamiento diferente. Por lo que estamos atravesando un umbral crítico del que, quizás, no somos conscientes y si nos alejamos mucho de él, significará que nunca podremos volver a ser esa sociedad integrada que fuimos.

Creemos que con una nueva cosecha récord, o buenos precios internacionales, volvemos a la “normalidad”. Hay malas noticias respecto a eso: últimamente, los auges que experimentamos no consiguieron aminorar los números de la pobreza crónica. Dicho de otro modo, los que caen en la pobreza no se levantan más. Ni sus hijos. Ni sus nietos.

El mundo nos demanda más capacidades sociales para enfrentar sus complejidades cada vez mayores. Nosotros, “descapacitamos”, y sacamos del mapa productivo a la mayor parte de la población. Nos podemos vanagloriar de la extensión y los paisajes argentinos. Sin capital de inversión ni humano, esos accidentes geográficos son como si estuvieran en la virtualidad de un powerpoint, sin producir nada de nada.

Hay un hecho continuo que en la Argentina está presente a lo largo de la historia y exageradamente: el conflicto redistributivo. O, mejor dicho, la forma que ese conflicto redistributivo ha tenido lugar en la Argentina, ya que cualquier persona de “izquierda” podría exclamar “chocolate por la noticia, así es el capitalismo” (de izquierda y claramente en el grupo de riesgo covid por acudir a ese dicho setetentoso).

Uno podría decir, se trata de un conflicto mediado por el Estado (y de vuelta, nuestro lector de izquierda exclamaría “¿Qué hay de nuevo, viejo?”. James O ̈Connor clásicamente nos alertó a que la lucha de clases en nuestras sociedades mediada por el Estado Interventor convertían a la revolución en un asiento contable de déficit e inflación).

Pero lo que es propiamente vernáculo es que nuestro conflicto primigenio se encuentre “procesado” a través de nuestra constitución y que, desde ese primer momento institucional ha quedado establecido la anormal manera de hacer política normal en la Argentina.

La abismal diferencia entre las provincias del interior y la riqueza potencial de la Pampa húmeda quiso se convertida por nuestros constitucionalistas en un círculo virtuoso donde se canjeaba progreso económico por gobernabilidad. El gobierno, nacionalizó los ingresos de la Provincia de Buenos y redistribuyo mediante una infraestructura nacional que integró el país.

Sin embargo, llegado a un punto, el sistema empezó a generar beneficios decrecientes, hasta invertirse en un esquema en donde las provincias sobreviven canjeando apoyo político al gobierno de turno por ayuda económica para enfrentar sus déficits crónicos. A ese modelo de negociación política se le sumó la negociación económica: las grandes corporaciones, “too big to fail” negociaron subsidios para mantener su rentabilidad no competitiva, y no cerrar más fuentes de trabajo. Finalmente, en una Argentina cada vez más alejada de lo productivo, los sectores sociales a la intemperie canjearon su capacidad de violencia callejera, por dádivas de subsistencia.

El lado B de la sociedad argentina se volvió elefantiásico. El Estado inverso, que brinda males públicos, en vez de bienes públicos es una realidad en los parajes desangelados del conurbado, Y encima, enfrentamos esta segunda ola de la peor manera posible: sin vacunas y con la sociedad exhausta y sin demasiadas capacidades para enfrentar inteligentemente la reinfectación del COVID 19.

Una nueva crisis puede sumar 10 % de pobreza más a los que tenemos. Simplemente terrorífico. Peor más que pánico necesitamos pensamiento. Y no solo en la política, sino en la desperdigada dirigencia del país. Que en vez de cumplir con su función de dirección se ha vuelto un comentarista más.

Lo que muchas veces se considera un destino fatal, de una sociedad en realidad esconde la comodidad de aquellos que, pudiendo cambiar las cosas, se aferran a seguir disfrutando de su tajada, hasta que la torta desaparezca totalmente.

© 7 Miradas

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