Por Isabel Coixet |
Puedes entrar a la piscina por la escalerilla, despacito, escalón a escalón, deteniéndote agarrada a la barandilla con una mano para mojarte la cara con la otra. Puedes estar cinco minutos sentada en un extremo, contemplando el agua con recelo, pensando en si entrar en ella o dejarlo para otro día. Puedes tirarte en la parte honda en bomba. Puedes lanzarte elegantemente desde el trampolín. Puedes mirar con desdén a los que no se lo piensan y se tiran de cualquier manera.
Puedes hasta pretender ignorar que hay una piscina y sentarte a leer en la sombra mientras los gritos y risas y chapoteos de los otros se mezclan con la trama de la última novela policiaca que devoras. O alguien, sin que lo veas venir, te puede tirar a ella.Para mí, las piscinas siempre han estado rodeadas de un aura de inquietud. El olor a cloro me lleva instantáneamente a tener siete años y resistirme a ir a un curso de natación al que me apuntaron mis padres un verano. Recuerdo el bañador azul marino con un ancla roja en el centro, de un tejido grueso que no se secaba nunca y la toalla de rayas verdes y blancas. Recuerdo los gritos del profesor, que nunca paraba de gritar y estaba siempre enfadado y que la tomó conmigo. Recuerdo ser la única niña en un grupo de veinte niños y que todos me hacían sentir que sobraba, empezando por el profesor, que tenía la costumbre de señalar cada mínimo gesto que yo hacía, hasta hacerme llorar, y luego remarcar lo débiles y bobas que éramos las niñas, lo cual me hacía llorar más aún, claro. Y entonces, en el paroxismo de mi llanto, me mandaba a la parte honda de la piscina, que era para mí el equivalente a que alguien me ordenara tirarme a un volcán en erupción. Me veo, agarrotada, aferrándome a los bordes, yendo hacia la parte tan temida donde no había nada bajo mis pies, nada. Poco más recuerdo.
Bueno, sí: el frío del pasillo esperando en la puerta a que todos se cambiaran y yo pudiera entrar a quitarme el bañador mojado, el olor acre a humedad del vestuario ya vacío. Recuerdo un seto inmenso de flores de color rosa y cómo alguien dijo que eran flores venenosas y ya no pude mirarlas de la misma manera. A veces, sé que fantaseaba con que accidentalmente los niños de la clase de natación y el profesor se intoxicaban con las flores; sí, lo confieso, no me hubiera importado librarme de todos ellos, no volver nunca a aquella piscina que alguien había construido en una zona donde no daba mucho el sol y el agua estaba siempre helada.
Por supuesto, no aprendí a nadar entonces, sino al verano siguiente, en una playa de aguas tranquilas donde un día me di cuenta yo sola de que mal que bien podía avanzar nadando. Me pregunto muchas veces si estas minucias que te han pasado en la vida –una clase de natación calamitosa, un profesor cabrón, el miedo a la parte honda de la piscina– imprimen carácter, te ayudan a avanzar o si, en definitiva, tienen algún sentido. No he llegado todavía a ninguna conclusión, lo único que sé es que, por mucho que quieras esquivarlo, a la parte honda de la piscina, de la manera que sea –despacito, en bomba, saltando–, tarde o temprano, hay que tirarse.
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