Por Jorge Fernández Díaz |
El héroe de los pibes acude a una cita clandestina y descubre que se trata de una emboscada. Saca su pistola y se desata un tiroteo de película; con varios proyectiles en el cuerpo, sube a un Renault y huye cubierto de sangre. Despista a sus perseguidores y deriva hacia una zona de casas bajas en Parque Patricios. Se apea mirando por encima del hombro, vigilando si la patota militar lo ha alcanzado y toca timbre en un chalet cualquiera. El dueño abre la puerta y se queda paralizado frente al espectáculo.
Entonces el héroe de los pibes le dice: “¿Cómo le va? Usted seguramente me conoce, soy Fernando Vaca Narvaja, el jefe montonero. ¿Lo complico mucho si entro y me quedo un rato por acá?”. El vecino vacila, echa un vistazo aprensivo a la calle y finalmente lo deja pasar. Cada vez que un jerarca de la Orga asistía a un encuentro, una unidad médica móvil se mantenía cerca. El vecino le permitió al fugitivo que llamara por teléfono a los médicos y éstos finalmente lo rescataron; se salvó por un pelo de la muerte o tal vez de algo peor.La vibrante secuencia figura en la página 334 del libro “La Cámpora” (Sudamericana), y allí refiere su autora que esa clase de anécdotas “épicas” se repetían en las tertulias camporistas y en las peñas rituales de “los pibes para liberación”. Aquel libro de investigación fue una verdadera proeza, puesto que para describir la fragua de la exitosa organización que conduce Máximo Kirchner, la periodista Laura Di Marco debió penetrar el secretismo más absoluto y luego atenerse a las consecuencias: a pesar de que se trata de un retrato desapasionado que todo camporista debería leer, los “muchachos” la injuriaron y persiguieron de manera feroz e implacable. Esta agresividad en masa es significativa; lleva implícito que en las orgullosas metas intestinas de esta nueva militancia hay algo del orden de lo indecible, como si una conciencia profunda aceptara que su proyecto mete miedo y que debe permanecer asordinado mientras la rana se cocina a fuego lento y la misión se cumple por etapas. En esas mismas páginas se escuchan sus distintas voces. “No reivindico al peronismo hoy, de ninguna manera –cavila en la prehistoria uno de sus dirigentes–. Sí reivindico la experiencia monto en el ’73 y el ’74…Claramente habría estado ahí. Extraño las fiestas de Cámpora, aunque no las haya vivido. ¡Las extraño igual!”. Luego el padrino político de José Ottavis confiesa, con el suero de la verdad, los objetivos que les trazan sus jefes: “A los barones del conurbano les armaremos una estructura paralela y fuerte, como lo venimos haciendo. Con otros confrontaremos; otros, se morirán de viejos”. La reportera le pregunta: “¿A qué se parece La Cámpora?”. Y el susodicho responde: “A Montoneros. Buscamos el mismo proyecto de país, pero aggiornado a esta época”. Desde su santuario peronista, donde los recibía para adoctrinarlos, habla también su mentor de entonces, el legendario Canca Gullo: “Hoy las corporaciones te tiran los aviones en la Plaza, como en el ’55”. Y, por supuesto, el actual ministro de Interior: “Cumpas, tenemos esta oportunidad histórica en nuestras manos, y no la vamos a volver a perder –proclama Wado de Pedro–. Esta vez no podemos fallar. Debemos meternos en cada resorte, en cada hueco y aprender cómo funciona el poder real”.
Alberto Fernández, en aquel momento escandalizado por ese giro montoneril, denunciaba: “Esta juventud es una especie de gendarme de cierta ideología que se parece a una guardia de hierro. No era el discurso único y el silencio lo que queríamos con Kirchner”. El hijo de su antiguo jefe ordenó castigarlo día y noche, hasta que el profesor de Derecho pegó la vuelta y aceptó ser candidato a pedido de la arquitecta egipcia. Las hostilidades cesaron, pero resulta muy significativo otro episodio que aconteció en el transcurso de aquella campaña electoral, cuando un redactor de este diario reveló el último gran documento de la agrupación, consensuado por los 120 referentes distritales, territoriales y gremiales. El texto acusaba al periodismo de todos los males y sugería una guerra contra él; principalmente por haber colocado en el centro de la agenda la palabra “corrupción”, pieza fundamental del trasnochado lawfare. El bando prometía, entre otras medidas, profundizar la “democratización” de la Justicia, debatir “una nueva institucionalidad”, crear “una nueva Constitución” y estrechar lazos con la amada república bolivariana de Venezuela. Ofuscado por la publicación de este verdadero programa de gobierno y pensando que se trataba de una grave falacia mediática, Alberto se le fue encima al redactor que lo había glosado, y éste tuvo que pararlo en seco: el documento estaba colgado directamente en la página oficial de La Cámpora. Eran los tiempos de la “moderación”, ese fabuloso cazabobos que Cristina había montado, y los camporistas acababan de cometer un sincericidio.
Un año y medio más tarde, las opiniones, la influencia y la resolución operativa de Alberto Fernández se licuaron penosamente, y el camporismo creció y avanzó, como un pac-man, sobre cargos, cajas, discursos y territorios. Su líder ha ganado centralidad absoluta, se está apoderando del gran bastión histórico del justicialismo, ha montado en el conurbano bonaerense un vacunatorio clientelar con sistema paralelo, y se plantea convertir su escudería en el poder permanente de la Argentina. No se trata de un trote atolondrado sino una carrera de fondo, con marchas y contramarchas, concesiones e imposiciones, tácticas y estrategias. Pero a no confundirse: Máximo es el heredero y la Orga es el proyecto. El resto del peronismo sirve de aliado, socio, herramienta o señuelo coyuntural, pero no deja de ser un factor secundario. Porque el kirchnerismo es una dinastía y, siguiendo los deseos de la reina madre, hoy la conduce su príncipe; sólo si se comprende cabalmente que La Cámpora es la luz del tren, se entiende cómo será el camino y cómo vislumbran el final del túnel. Así como hoy sería imposible un golpe militar, también sería inadmisible una insurrección armada. Por esa razón, los “pibes para la liberación” no pueden correrse nunca de los rieles democráticos, aunque deben ser capaces de limar la “democracia burguesa” desde adentro, y están obligados a mantener la idea políticamente correcta de la “diversidad” mientras intentan imponer su doctrina de partido único. Por más aggiornados que se presenten aquellos ideales setentistas –hoy reivindicados a los gritos entre cuatro paredes y apenas susurrados, puertas afuera–, no dejan de poseer un formato autoritario poco apto para estómagos frágiles. Siguen precisando manos libres para ir a fondo y por todo, les molesta cualquier contrapeso institucional y tienen una visión esencialmente revolucionaria: la “revolución en paz” (sic). Es por eso que hasta comparan una venalidad propia con las viejas formas de recaudación de los 70: expropiaciones necesarias para financiar a la nueva Patria Socialista. Desde esa misma lógica, construida con mística y con un nuevo espíritu sacrificial, cualquier infracción a la república o a la libertad les parece algo menor y risible. Y por eso también les rebotan los dardos críticos; el fin justifica los medios y la fe es una coraza muy gruesa. Algunos, para rebajarlos, creen que son mercenarios, pero son algo mucho peor: son fanáticos. La Orga no es ya una rama del árbol; es el tronco y núcleo de un movimiento que no ha sabido resistirse a sus extremos. La secta se transformó en religión.
© La Nación
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