Por Jorge Fernández Díaz |
Dicen que durante una conversación apasionante, en una noche indeterminada de los años 30, el autor del libro más enigmático del pensamiento argentino arrojó de pronto ese original al fuego, y Borges se apresuró a rescatarlo de las llamas. Aquel manuscrito, perpetuamente inacabado, se llama ahora Filosofía del ajedrez, pasión ardorosa que Ezequiel Martínez Estrada había cultivado en torneos y tableros, que había demostrado en dos artículos del diario LA NACION, y cuya erudición técnica y alegórica lo acercaba a las curiosidades intelectuales de Borges.
Salvado de su impulsiva incineración, el texto aún permanecería inédito mucho después de la muerte del autor de Radiografía de la pampa e incluso hasta hace apenas unos pocos años, cuando una tenaz investigadora lo salvó del olvido y lo editó con paciencia infinita. Tanto Martínez Estrada como Borges –entonces amigos, luego enrocados en sus respectivas trincheras ideológicas– encontraban en el ajedrez elegantes interpretaciones del universo. “La humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, y no de ángeles”, se asevera en un célebre cuento de Ficciones. Su excamarada, entre muchos otros abordajes, analiza las piezas fundamentales del juego, y es imposible no encontrar en sus meditaciones filosóficas ciertas metáforas de intensa actualidad política. Observa, por ejemplo, que el rey “tiene más de títere que de semidiós”, y su misión consiste en “atraer sobre sí gran parte de las hostilidades, como si fuese un pararrayos”. La reina, en cambio, se caracteriza por ser un factor de violencia, y es “difícil de manejar, de someter, de medir”. Una pieza genial, vinculada a la discordia y a la tensión: por él se mata, por ella se muere.Confieso que toda esta introducción meramente literaria, que escribe en esta página un ajedrecista mediocre y un pertinaz coleccionista de las máximas de los grandes maestros, no tiene otro objeto que ilustrar la coyuntura más inmediata. Hay una expresión árabe (shâh mâta) y significa “el rey no tiene escapatoria”. Jaque mate. No se trata, por más sorprendente que sea, de un hecho accidental extemporáneo, sino de la lógica consecuencia de uno o más errores garrafales, cometidos muchas jugadas antes del desenlace; digamos, en este caso específico: hace unos ocho meses. En términos políticos, el Gobierno se ha procurado, con su torpeza y sus imposturas, una situación sin escape; hoy cualquier movida es una tragedia. Abrir produce cadáveres y cerrar destruye vidas: ¿alguien puede creer en verdad que no habrá, más temprano que tarde, confinamientos más prolongados y que estos no multiplicarán la miseria? A todo este drama explosivo se ha arribado porque los ajedrecistas jugaron mal sus fichas, destruyendo los dos insumos básicos de la supervivencia: las vacunas y el dinero. Tanto en el frente sanitario como en el económico se impusieron sus taras ideológicas. Decía Savielly Tartakower, el genio ruso, que entre los pecados capitales del ajedrez se destacan siempre la superficialidad, la voracidad, la pusilanimidad, la inconsecuencia y la dilapidación del tiempo. Ya sabemos que muchos de esos pecados se perpetraron durante la adquisición de vacunas, que estuvo signada no por un pragmatismo urgente, sino por un ideologismo idiota, una geopolítica ruin y ciertos favoritismos oscuros: llegaron a militar contra Pfizer porque era producto del “imperialismo”, mientras nuestros vecinos adquirían rápidamente esas y otras vacunas que disponía el mercado internacional, sin prejuicios anacrónicos ni intereses soterrados. Idéntica infantilización simbólica se produjo con el FMI, que ya estaba dispuesto a reprogramar generosamente el pago de la deuda externa y que se mostraba permeable a cualquier ínfimo plan económico. Que brilló por su ausencia. Para no entregar esa “bandera” ni dañar el halo “emancipador”, quienes no pueden emanciparse de los mínimos caprichos de la monarca de la calle Juncal (Alberto está más preocupado por Cristina que por los argentinos) difirieron las decisiones y así dejaron al Estado sin fondos y sin créditos: sobran dólares y euros en este mundo pandémico, pero ninguno aterriza en Ezeiza. Sin esas remesas frescas, solo queda la actual bicicleta financiera y, sobre todo, una emisión descontrolada que no alcanza, que genera una inflación evocativa (recordamos la híper de 1990) y que hunde a millones de ciudadanos dentro de la inmensa olla de la pobreza. “En el ajedrez, como en la vida, el adversario más peligroso es uno mismo”, decía Vasily Smyslov, séptimo campeón mundial de la historia.
El kirchnerismo, que resulta ciego a tantas cosas, no lo es con respecto a la desesperación popular y a la responsabilidad política que se le viene encima. Sigue intentando aplanar la culpa, y ha escrito esta semana un nuevo capítulo de ese nervioso folletín. La culpa la tienen otra vez los porteños, que son reacios al populismo y que llevan la peste al conurbano, paraíso terrenal del PJ bonaerense en muchas de cuyas vastas zonas jamás se ha hecho cuarentena en serio ni se han cumplido los protocolos, donde el sistema de salud pública está detonado desde siempre (los médicos inducen a sus pacientes a cruzar la General Paz y atenderse en los hospitales y clínicas de la maldita ciudad junto al río inmóvil) y donde La Cámpora mezcla todos los días vacunación con proselitismo infame. El historiador Jorge Ossona, que vive e investiga el conurbano, describe con consternación esas corrupciones intelectuales, esas matufias de territorio y esos sistemas paralelos, donde militantes jóvenes se ponen en la fila y son vacunados, no como si fueran los clásicos avivados argentos, sino como si formaran parte de una flamante estirpe, autopercibida con la superioridad de quienes se consideran soldados de alguna clase de revolución sublime. Los inmorales no solo nos han igualado, sino que ahora nos corren con su moralismo hipócrita, en una vuelta de tuerca que ni Discépolo habría imaginado. O tal vez se trate de algo más prosaico, como dejar habilitados legalmente así a los militantes camporistas para ser inexorables autoridades de mesa en elecciones difíciles, con la misión de velar por que no se pierda de ningún modo el bastión. Mañas de un movimiento que se presenta como progresista, pero que a la vuelta de la vida asume los genes del abuelo materno de Cristina Kirchner, que era afiliado al rancio conservadurismo bonaerense. Todo tiene que ver con todo. Y, por lo pronto, el heredero ha bajado línea: ellos son la cordura, y la oposición y los disidentes son la demencia. Curioso cambio de roles por parte de una facción que alienta fanáticos con ideas alucinadas, y que resbala sobre un océano de nafta regado por sus propios dueños, con fuerzas federales que reprimen trabajadores en calles, trenes y colectivos, pero hacen la vista gorda con los asesinos y los narcos excarcelados que asuelan los barrios de la carencia. Son los protagonistas de nuestra triste parábola, de la nación del ahorro y el progreso, al país del parasitismo y del curro: un patético viaje del ladrillo a los ladris.
Esta partida está terminada, compañeros, aunque habrá otras, porque la democracia y los mandatos presidenciales dan revancha y son campeonatos largos. Y porque nunca se sabe quién vence al final a quién, en una sociedad corrompida y doblegada por la ignorancia y el subsidio. Resignifiquemos a Martínez Estrada: “Intimidar, embrutecer, desalentar es la consigna. Si razona el caballo se acabó la equitación”.
© La Nación
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